Un puñado de denuncias cruzadas, revuelo legislativo y el inesperado pase a la ofensiva del peronismo (con el inocultable desgaste del oficialismo), son algunas de las consecuencias -hasta ahora provisorias- de la polémica desatada la semana pasada con las declaraciones del ex senador y pastor evangélico Héctor Bonarrico.
Las afirmaciones de Bonarrico sobre un supuesto cambio de favores políticos en el cierre de las listas en las últimas elecciones, en la cual su continuidad en el frente Cambia Mendoza habría tenido como recompensa la firma de un convenio para una fundación de su iglesia que insumiría 9 millones anuales de fondos públicos, incendió la agenda política local, más habituada al tedio que al escándalo.
Por lo pronto, los embates de uno y otro lado no ceden, especialmente cuando el propio Rodolfo Suarez buscó darle un corte final al asunto derogando el decreto con el cual se avalaba el convenio de la discordia. Una acción de gobierno que se conoció por su publicación en el Boletín Oficial.
Y es este un detalle no menor pues de allí se edifica la defensa oficial al asegurar que si algo extraño hubiera existido entre Bonarrico y el Ejecutivo, pues ese acuerdo no habría pasado los filtros administrativos, ni tampoco se hubiera emitido el decreto que el gobernador echó por tierra al advertir -aseguran en Casa de Gobierno- que con sus dichos, el pastor “había tergiversado” el sentido de esa ayuda social intermediada por los evangélicos.
Mientras tanto, el Ministerio Público Fiscal ha decidido analizar todas las denuncias juntas, para seguramente a partir de allí, y de la ratificación o no de las expresiones de Bonarrico, de las que llegó a desdecirse a medias o acusar a los medios de descontextualizar, poder determinar si el caso avanza o sólo se mantiene en el ardiente chisporroteo de la política.
Lo cierto es que más allá de los cruces y las sobreactuaciones, así como el material que ahora deberá analizar la Justicia, si algo queda claro en este embrollo es la necesidad de que la dirigencia revise sus prácticas. Muchas de ellas ancladas en un toma y daca que se sabe histórico, tanto como rechazado más allá de quién lo ejerza.
Pero también la palpable confirmación de esta más reciente vocación partidaria de algunos cultos, casi con la urgente necesidad de impregnar las políticas públicas con su visión religiosa, a veces dogmática, alejada del bien común y orientada a satisfacer a los fieles de una iglesia en particular más que a los ciudadanos de un Estado laico.
No son buenos tiempos para mensajes tan alejados de las necesidades de la gente y que no hacen más confirmar que allí donde se decide la cosa pública es una especie de burbuja incapaz de advertir los padecimientos y las malarias acumuladas. Incluso por aquellos que se dicen motivados por la fe.
El caso Bonarrico habrá de ser también un punto de inflexión para los amontonamientos frentistas o en todo caso para la necesaria discusión previa de afinidades antes de sellar la adhesión a un proyecto político, más allá de sesgo ideológico que lo sustente.
De lo contrario, todo se seguirá reduciendo a una negociación banal que se puede prestar a dudosas interpretaciones. O lo que es peor, que degrada cualquier ideal esgrimido para ganar una elección o simplemente, para retener el poder.