Evidentemente, el tiempo es la medida de todas las cosas. Y también, de las personas.
Cuando el 18 de mayo de 2019 Cristina Kirchner anunció que "le había pedido" a Alberto Fernández encabezar la fórmula presidencial, los analistas políticos consideraron que era una jugada magistral que efectivamente le permitió ganar las elecciones; pero inauguró una era de desatinos infinitos con el regreso del kirchnerismo al poder tras cuatro años de Mauricio Macri.
Condicionado por el margen de maniobra real que tendría como presidente, cuando el liderazgo era de su vice, Alberto se encargó de sobreactuar autoridad, pero también autonomía. Dos virtudes que no tuvo. El fantasma del títere sobrevoló su tiempo, y quién sabe, tal vez lo motivó a creerse titiritero. Pero no.
Los bombardeos y las zancadillas desde los sectores más radicalizados de su propio gobierno, inspirados o con el okey de Cristina, se transformaron en una constante. Por entonces, Alberto presumía de sus supuestas dotes de estadista, que tampoco tenía.
La pandemia le dio una oportunidad inesperada, entonces Alberto se ufanó de su experiencia docente para presumir inquietud y rigor científico, imprescindible para contener el desafío de la gestión en circunstancias extraordinarias. Pero aquí también falló.
Su desastroso manejo de la crisis sanitaria, con una cuarentena interminable que a su vez le permitía -encierro mediante- aplacar las quejas y las demandas para un modelo repetido, con los mismos vicios que habían marcado su derrota en 2015, fue el principio del fin.
Para peor, el vacunatorio VIP ocurrido con la complicidad del reivindicado Ginés González García y la fiesta de Olivos que expuso la hipócrita contradicción de sus postulados en la cuarentena con la vida privada de los amigos del poder, terminó de limar su credibilidad y también, su gobierno.
Siempre acomodaticio e intuitivo, Alberto se mostraba empático y resiliente. Echó al ministro, pidió perdón por su querida Fabiola, se sometió a juicio cuya condena cambió por dinero. Aparentar era urgente.
Entendía que la autoridad presidencial sería capaz de ordenar todo poniéndose como ejemplo, un simple ciudadano. Pero no. 130 mil muertos por Covid bajo el imperio de absurdas restricciones que él decidió, paralizaron la economía y la ceguera ideológica de sus funcionarios al momento de la provisión de vacunas, hicieron el resto.
La derrota en las elecciones de medio término de 2021, supuso un terremoto que el kirchnerismo no dejó pasar. Le renunciaron casi todos los ministros por orden de Cristina, y aún así, fingió tener el control de mando. Pero no.
El descalabro del propio albertismo y las constantes operaciones del kirchnerismo, le abrieron la puerta a la etapa final: el loteo de su gobierno, casi una tercerización en manos del que luego sería el candidato, Sergio Massa, asumido con plenos poderes. Aun en la evidencia de la debilidad política, Alberto pretendió seguir actuando como presidente. Pero no. Ya estaba corrido, paralizado y su suerte política estaba echada.
Como también la de su espacio que nunca le perdonó acceder a medias a los designios de Cristina, o a no romper directamente con ella para explorar un rumbo propio como muchos gobernadores peronistas le reclamaban. En definitiva, tibieza improductiva, prejuiciosa, cargada de relato y una épica que se demostró, tampoco tenía. Y en ese contexto, Alberto siguió fingiendo.
La derrota electoral inevitable y el triunfo de Javier Milei parecía poner el fin de su ciclo político, aunque fantaseaba para sí mismo un futuro también ilusorio como ex presidente. Viajar por el mundo, dar conferencias, influir y repetir viejos dogmas que probablemente, tampoco crea en realidad. Pero que le sirven para alimentar tribunas.
Sin embargo, la denuncia de su ahora ex esposa, Fabiola Yáñez, por violencia de género y hostigamiento psicológico en el marco de una investigación por corrupción con los seguros de ministerios y organismos públicos, es otro final muy distinto al deseado.
Porque uno de los tantos ropajes con los que Alberto se camufló en estos años es con las banderas del feminismo, auto proclamándose -incluso- como el verdugo del patriarcado. Huelgan las explicaciones ante semejante y sensible acusación de violencia contra una mujer, la madre de su hijo menor.
En todo caso, el patrón de comportamiento de todo este tiempo ha sido el mismo: impresionar, jactarse; en definitiva, engañar sobre lo que Alberto no era. Lo que no fue, ni será.
La constante simulación como exégesis de la práctica política, un truco incapaz de sostenerse en el tiempo, como suele suceder con la mentira. Aunque justamente -hay que admitirlo- hayamos asistido a la puesta en escena de un gran simulador.