Por Luis Abrego, Especial para Jornada.
Tras su asunción hace un poco más de mes, el 11 de marzo, el joven mandatario de apenas 36 años, y surgido de las revueltas estudiantiles del 2011 que casi una década más tarde derivaron en la discusión de una nueva Constitución chilena, constituye la cabeza del iceberg no sólo de una nueva generación emparentada con los códigos millenials (tan idealistas como al mismo tiempo pragmáticos) sino también de otra concepción de la acción política.
Su apuesta por la responsabilidad fiscal, una idea asociada con el manejo eficiente de las cuentas públicas, lo ubica en la concepción del orden republicano más cercano a la derecha que a la izquierda que representa. Así como, en la misma línea, sus críticas a la persecución de opositores en Nicaragua o su desencanto con el chavismo venezolano. Y más recientemente, la condena a Vladimir Putin por su invasión a Rusia.
Con ese bagaje, Boric mantuvo sin embargo la tradición diplomática chilena de priorizar su política exterior con el vecino con el cual comparten más de 5 mil kilómetros de frontera: Argentina. Y la visita que se concretó esta semana con la recepción de Alberto Fernández significó para Mendoza la posibilidad de relanzar el vínculo que desde la llegada del Frente de Todos (FdT) a la Casa Rosada quedó bloqueado para Rodolfo Suárez.
Habrá de recordarse que en febrero de 2021 y en ocasión de un viaje oficial de Fernández al Chile entonces presidido por Sebastián Piñeyra, el gobernador de Mendoza no fue parte de esa comitiva de la que sí participaron otros mandatarios de provincias también limítrofes, aunque justicialistas. Una situación similar a la que se dio cuando, otra vez, no fue invitado a integrar la delegación presidencial que participó de la asunción de Boric en Santiago y que motivó una carta de Suárez al entonces presidente electo para trabajar en conjunto.
Un deseo que parece haberse empezado a concretar días atrás cuando finalmente Boric y Suárez se encontraron en Buenos Aires, en el marco de ese primer viaje al exterior del trasandino, del que participaron también otros gobernadores como Sergio Uñac (San Juan), Raúl Jalil (Catamarca) y Ricardo Quintela (La Rioja). Lo cierto es que de allí surgió una agenda de trabajo que incluye una próxima misión comercial a Chile con empresarios, y la posibilidad concreta de poner foco en el Paso Internacional en vistas al invierno y los trastornos que la situación acarrea.
Trascendidos aseguran que Boric indagó también en un tema central para Chile, que tampoco es de izquierda ni de derecha, pero tabú para Mendoza: la minería que significa el 15% del PBI de ese país, el 60% de sus exportaciones y el 20% de sus ingresos fiscales. Una actividad que el resto de las provincias argentinas allí presentes realiza y que sin embargo aquí es un debate clausurado por el propio Suárez. Una suerte de dedo en la llaga que duele como cualquier oportunidad perdida.
Boric demuestra que la ideología no es un una cárcel sino un sistema de valores necesario para la política siempre y cuando no vaya en contra del sentido común: ya sean violaciones a derechos humanos, el gasto público desbocado para alimentar el clientelismo o el desarrollo de una industria como la minería que genera en el mundo trabajo y divisas para el desarrollo: bienes hoy escasos en el país y en Mendoza.
Lejos de reavivar ahora esa discusión, cuyos límites más que técnicos son políticos, el gobernador habrá sentido una íntima satisfacción por aquella frustración que significó la marcha atrás con la derogación -por su impulso- de la ley 7.722 en diciembre de 2019, apenas asumido y tras masivas protestas. Un consuelo que en nada cambia la impotencia de la dirigencia de una provincia con el 40% de pobres que no genera nuevas fuentes de recursos y parece conformarse, lentamente, sólo con la queja.