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Los Reyes Magos, ¿existen?

10/01/2021 18:20
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El mentado consumismo de la sociedad de consumo a veces nos impone elegir entre lo falso y lo neutro. Al dilema no podemos escaparle. Pues bien, pues mal: puesto a elegir entre Papá Noel y los Reyes Magos yo desde pibito…

Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

…desde pibito vengo prefiriendo el cordial simulacro de Melchor, Gaspar y Baltasar. Entre otras cosas, porque el trío es pluriracial; incluye a un negro, mal que le pese al señor Trump y a sus demasiados simpatizantes argentinos.

   Hay recuerdos que nos gusta contar y recontar; funcionan como si fuesen canciones: el uso no los gasta, al contrario, con el uso ¡renacen! Voy a recuperar ahora algunas reflexiones y algún recuerdo de mi niñez.

   Lo dicho: de las celebraciones tradicionales que están en la bisagra que une un año con otro, prefiero la de los Reyes Magos. Empecemos por retomar una milenaria discusión: están los candorosos que afirman que los Reyes Magos existen y están los aguafiestas que sostienen que son los padres.

   Alguito de razón anida en las dos posiciones. Porque los padres de hoy, a la hora de complacer los pedidos de hijos atolondrados por el consumismo, tienen que volverse magos para satisfacer las expectativas.

    Es notable cómo los argentinos hacemos alarde de una muy temprana incredulidad respecto de los Reyes Magos. “No existen, ¡son los padres!”, decimos sacando pecho y así sentimos que, más temprano que nadie en el mundo, somos adultos. En realidad nos pasamos de vivos. Vaya paradoja: olvidamos que, a medida que nos hacemos adultos, nos adulteramos.

   Observemos aspectos de esta precoz fanfarronada nacional. ¿Por qué tan rápido en nuestra temprana niñez sostenemos que a nosotros nadie nos puede meter el perro o estafar amorosamente? El caso es que, con esta precoz certeza, liquidamos la que tal vez sea la única estafa saludable: la estafa de la ilusión.

   Pero si le damos otra vuelta de tuerca al asunto advertimos que, por más que los argentinos seamos precoces en la incredulidad de los Reyes, no somos tan incrédulos y lúcidos como decimos y creemos ser. Al contrario, hablando del promedio de nuestra sociedad, podría decirse que somos unos reverendos crédulos.

   Revisémonos rapidito. Fuimos crédulos de “la plata dulce” en el paraíso entregador y asesinador de Martínez de Hoz. Fuimos crédulos, hasta la euforia histérica, cuando de la noche a la mañana se concretó la (des)guerra de Malvinas. Fuimos crédulos del “un peso un dólar”; nos creímos la Convertibilidad, hasta que estalló por los aires. Fuimos crédulos de la “revolución productiva” y del salariazo y del “síganme, nos los voy a defraudar”. Fuimos crédulos al considerar que bastaba con ser aburrido para ser decente. En tiempos más cercanos hemos sido crédulos del milagro suicidante de la soja. En fin.

    En resumen: mientras alardeamos de incrédulos, somos bastante creduludos. Tendríamos que repensarlo: ¿no nos convendría acaso volver a creer en los Reyes Magos? Ellos nos estafan con ternura, a cambio de apenas un puñadito de pasto y de un baldecito de agua. No nos exigen relaciones carnales, ni la entrega de irrecuperables pedazos de mapa que incluyen lagos inmeeeeensos. 

   Comparto algunas líneas referidas a eso que denominamos “ilusión”, líneas vertidas hace años en esta columna. La ilusión muchas veces es una forma de estafa elegida. Una dulce estafa decidida por nosotros para disimular, por un rato, las inclemencias de la vida.

   Siempre que hago pie en la ilusión derivo en el libro “El cuento de Navidad de Auggie Wren”, de Paul Auster (Sudamericana). Este cuento fue llevado al cine por Wayne Wang, con guión del propio Auster. No detallo el argumento para no jorobar las delicias de la lectura. Sólo digo que en un momento de su historia, un día de Navidad, un hombre llega muy agitado a un apartamento; está tratando de atrapar a un raterito. Toca el timbre. Sale una anciana que es ciega y está sola. La anciana al desconocido le dice “sabía que vendrías”, y hace como que lo confunde con su nieto (el raterito). La confusión es aceptada por los dos. Y se abrazan. La anciana y el hombre pasarán el día juntos, comiendo, bebiendo. Los dos se prestan a ese juego de ternuras; en cierta forma paladean felicidad: uno fingiendo ser el nieto pródigo y la abuela, ilusionándose que allí lo tiene. Una dulce estafa elegida, la imaginada por Paul Auster.

    Y esto me traslada a otro relato que leí en mi adolescencia, no sé dónde. Sucedía la Nochebuena en el cuento. Había desolación, nieve, pobreza y dos ancianos acurrucados, mordidos por el frío y la soledad. Ahí están ellos: el brasero con el último rescoldo se desvanece en la oscuridad. Tiemblan los viejitos, no tienen aliento ni para llorar en voz alta. Pero afuera en el mundo suena ruidosa la Navidad. De pronto dos brazas se reavivan. Entonces los ancianos se arriman al bracero para recibir ese calorcito compañero. Así se duermen, y atraviesan la eternidad de esa noche navideña, abrazados. Cuando el sol los despierta se dan cuenta que en el lecho del brasero sólo hay un gato, el gato los mira. Los ojos del gato eran lo que ellos suponían brazas. La ilusión, otra vez sucede como dulce estafa elegida.

   Por estos días, a quienes no bajaron los brazos en esto de soñar, la ilusión les habrá compensado dolores y montones de ausencias. Nuestra capacidad para seguir creyendo un año más, para saber y no querer saber que los Reyes son los padres, marca el territorio de nuestra niñez.

    Ahora me estoy viendo en una casa de Luján de Cuyo, a mis cinco años, con mis primos, el Chiche Boschi y el Nené Braceli. A los gritos le estamos avisando a todo el vecindario: “Nosotros ya lo sabemos, ¡los reyes son los padres!” Cuando llegó las doce de la noche de aquel lejano 5 de enero, después de la cena familiar en el patio, nuestros padres empezaron a decirnos “pero qué raro, las doce y cuarto y los reyes no han pasado por acá”. De repente, en la pared del fondo veo que un enorme paquetón  empieza a bajar, suspendido en una soguita de sisal. Yo lo descubro. Lo señalo. Los mayores se hacen los distraídos, yo grito desesperado: “¡Los reyes! ¡son los reyes!” El paquetón baja muuuuy lentamente… ¡Los reyes! ¡son los reyes!

   Cuando el paquetón llega al piso el mundo me da vueltas, estoy sumido en una crisis de estupor, me desvanezco. Qué lo parió, los Reyes no eran los padres, ¡los Reyes existían! Tuvieron que alzarme, abanicarme, darme agua. Casi me mata el estupor. Mis primos y yo no habíamos visto cómo mi abuelo Andrés, acostado sobre el techo, iba soltando la soga con el paquetón colgado. Por un año más seguiríamos creyendo en los Reyes Magos, aunque por otra parte sabíamos que los Reyes eran los padres; porque nosotros, los tres primos, “sabíamos todo”.

   ¿Todo sabíamos? Seguro que sí.  Hasta sabíamos que las mujeres, debajo de las polleras, allí donde se juntan las dos piernas “tenían muuucho pelo y eso era el césped de la casita de hacer niños”.

[email protected]   ===    www.rodolfobraceli.com.ar


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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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