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Ojo. Mucho ojo. Ojo al piojo: el ojo absoluto del panóptico hace rato que nos mira

Nos están observando. Nos están espiando. Nos están vigilando. En el año 2024 después de Cristo, para estar presos ya no nos hace falta cárcel ni secuestro ni reja. Para estar presos suficiente con nuestro miedo, con la histérica paranoia de cada día.

04/05/2024 22:19
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires

   A esa paranoia el alevoso neoliberalismo la ha aprovechado y convertido en ideología. De derechas, claro. Hace ya una década larga en el espacio del Cultural Konex de la Capital Federal presencié “El Ojo del Panóptico”, un espectáculo de Maximiliano García y Ernesto Pombo, resuelto con el tejido de distintas disciplinas. El “teatro imagen” y el "teatro de acción", barajando un relato en el que los cuerpos de los actores se expresan prescindiendo de las palabras. Cómo decirlo: la sintaxis de la luz y del sonido, inquietante, desafiaba de entrada: el espectador tenía que despertarse y deponer la comodidad de los códigos convencionales. En la butaca había que dejarse, asimilar el espectáculo con los sentidos en estado de candor.

   Veamos, ¿en qué consiste el Panóptico? El programa de mano lo explica: “Hacia fines del siglo XVIII, en 1871, el filósofo inglés Jeremy Bentham, padre del “Utilitarismo”, concibió la construcción de una prisión ideal, infalible, a la que denominó Panóptico. Se trata de un edificio circular con una  única torre central de vigilancia y las celdas anilladas en su circunferencia. En la torre se sitúa el vigilante que mirará constantemente, o al menos esa será la idea que tendrá la persona que esté en cada una de las habitaciones, que no podrá saber nunca cuándo está siendo vigilada”.

  Tal la clave de ese ojo perpetuo: el preso nunca sabe cuándo realmente es observado. Así estará preso más que por las rejas y los muros, más que por la mirada real del carcelero, por la inquietante suposición de esa mirada perpetua. 

   Michel Founcault lo explicó así: “El efecto principal del Panóptico es inducir en el interno un estado de conciencia sobre su visibilidad permanente que asegura el funcionamiento automático del sistema. De manera que la vigilancia es permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción (…) En resumen, los internos deben quedar atrapados en una situación de sumisión de la cual sean ellos mismos los opresores”.

   El invento del padre del “Utilitarismo” sin duda tiene vigencia en este presente, como metáfora y como algo palpable en eso que llamamos “la realidad”.

  También Founcault lo anticipó: este invento se expandiría, “trascendería al Ejército, a la educación y a las fábricas”. No se equivocaba, prestemos atención a los “ojos vigilantes” que habitualmente nos miran aunque estén desactivados, porque suponemos que nos están mirando. Hay molestos ojos vigiladores en los lugares más previsibles (supermercados, shopping, hospitales, bancos, rutas, restaurantes, estadios, museos, plazas, por supuesto que en los llamados albergues transitorios, etcétera). Lo peor es que esos “ojos” siempre nos miran porque suponemos que nos están mirando. Y lo aceptamos, los naturalizamos como parte inherente a nuestra bendita seguridad. Y los acatamos como parte de la “normalidad”. Es decir que han convertido a nuestro cotidiano vivir en una renovada, triste cárcel.

   El Panóptico es un invento tan extraordinario como perverso. Recordemos: hasta hay jodidos cartelitos que nos dicen: “Sonríe, te estoy mirando”. Si en verdad me estás mirando, ¿cómo carajo querés que sonría? Y recordemos sin ir muy lejos: a fines de la década del 90, cuando gobernaba el señor de los Anillacos, saltó una noticia – pronto traspapelada–, con denuncias a supermercados que, aparte de las cámaras para vigilar a sus clientes (todos potenciales ladrones), tenían cámaras en los vestuarios y baños de sus empleados y empleadas para controlar que, cuando iban –excusadme– al baño, iban efectivamente para orinar o deponer caca y –ojo, mucho ojo–, no para escaparle un ratito al yugo laboral automatizado.

   Lo peor de todo – y esto lo plantea “El ojo Panóptico”–, es que todos tenemos una especie de Panóptico, un jodido y roedor “ojo interno y controlador”.

   Tal cosa se agudiza por esa sensación de fin del mundo que es cultivada como perverso pan de cada día, a través de los medios de (des)comunicación. Vivimos enrejados, desconfiando de todos; vivimos devorados por esa inseguridad tan pero tan fomentada que le hace el caldo gordo a ese repugnante petiso fascista que, quien más quien menos, lleva adentro. He ahí la explicación del ascenso de líderes que basan su política derechuda en la antipolítica.

   Así, damas y caballeros, el famoso “amarás a tu prójimo como a ti mismo” se suplantó por el “desconfiarás del prójimo como de ti mismo”. Precisamente por eso arrancamos diciendo: para estar presos no nos hace falta estar presos. Para estar presos basta con nuestro miedo, tan alimentado. Con nuestra paranoia, tan alentada. Paranoia que se convierte en la ideología que explica la jodida vigencia del feroz neoliberalismo.

  Lo grave son las consecuencias de la paranoia: a la hora de las urnas los paranoicos votan por la llamada “antipolítica”, que se traduce en votos para el neoliberalismo, en votos a favor de los racistas y xenófobos. Los paranoicos votan, seguro, a los Bolsonaros, a los Trumps, a los imitadores locales de estos, tipos y tipas que en nombre de la democracia hacen guerras o golpes preventivos, oh casualidad, en los sitios donde, por ejemplo, hay abundante petróleo.

  Ojo al piojo con tantos ojos que en vez de mirarnos nos vigilan. Nos leen los mail. Nos escuchan el teléfono. A la vista está: hace años que lo más fácil y lucrativo electoralmente es renegar de la política. Vaya jodida paradoja: así resulta que la antipolítica se vale de las urnas para legitimarse.

  Dicho de otro modo: en un tiempo atravesado por el miedo real y el miedo virtual, la paranoia socaba la médula misma de la democracia. La democracia vendría a ser, a lo sumo,  una especie de condón o –si se prefiere– de preservativo, de esa antipolítica que se esconde detrás del tramposo eufemismo de la autodenominada “nueva política”. La nueva política no le hace asco a nada, convive con la violencia, hace alarde de su crueldad, está encantada con un mundo espiado por sucesivos panópticos. Y esto no es vida. Hemos reemplazado el semblante por el maquillaje. Y el ruido por el sonido. Madremía, madretuya, madrenuestra. Pobrecita democracia...                    

 

    * zbraceli@gmail.com    ///   www.rodolfobraceli.com.ar

 

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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