Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Nos parece que el año duró cuatro o cinco meses. O, según se mire, que duró cuarenta o cincuenta meses… Ojalá es una palabra macanuda por su eficacia y por su sonido; nos viene del árabe, significa “y quiera Dios”. En este rato la utilizaré como cada año para proponer brindis reflexivos, sin que ello signifique que delegamos nuestras responsabilidades en Dios (suponiendo que creamos en la existencia de Dios).
En nuestro caso “ojalá” significará lo que queramos y lo que hagamos los humanos. Vayamos teniendo un hondo Malbec cerca; y un sacacorchos presto, por las dudas. Y allá vamos con nuestros deseos para el 2025:
Ojalá el canto de los gallos nos avise el día de mañana. Porque eso será señal que hay gallo, y que hay día de mañana, ¡y que sigue sucediendo el canto!
Ojalá, a propósito de miedos, dejemos de convertir a la histérica paranoia de cada día, en una ideología. En la ideología que pensamos, es evidente, anida el devastador y obsceno (neo)liberalismo.
Ojalá nuestra sociedad se indigne y se duela y se convoque en multitud y con velitas, también cuando el joven secuestrado no sea rubio y de clase media alta, cuando sea marrón y pobre, el pobre.
Ojalá a los médicos en las recetas se les empiece a entender la letra. Y ojalá le acierten con el diagnóstico, claro. Ojalá llegué el día en que las prepagas y los médicos sólo cobren cuando sus clientes-pacientes gozan de buena salud.
Ojalá (cuando se realice el próximo Congreso de la Lengua) no dejen de convocar a Tarzán. ¿Por qué? Porque, todavía más que Borges y que Sábato, Tarzán sigue siendo uno de nuestros referentes. El vocabulario del hombre Mono atesora una extraordinaria abundancia de carencias. Hace juego con su sintaxis espasmódica y corresponde a su impotencia y estreñimiento. Está por debajo de la línea de pobreza su lenguaje; ahí vemos que Tarzán se agarra de los gerundios como de las lianas. Cualquier parecido con el decir de tantos periodistas, alias comunicadores, famosos y exitosos, no es mera coincidencia. (Este ojalá vale aplicarlo, sin ir muy lejos, a ciertos políticos, exexpresidentes, muy cercanos. Hay algunos que hasta les resulta dificultoso leer los penosos discursitos que les escriben serviciales amanuenses.)
Ojalá que los prolijos y castos chupacirios que reniegan airadamente de la conveniencia de los condones no quieran ponernos un condón de la cabeza a los pies, mediante esa blasfemia que es la censura. Tengamos presente que, si se impone la castidad como método preservativo, la humanidad entera puede desaparecer del mapa cósmico. Desaparecer sin el menor costo económico, sin necesidad de ojivas y de bombas. Desaparecer en silencio.
Ojalá que la alfabetización sea una absoluta prioridad. Y que más temprano que tarde comprendamos que, por otro lado, hay que afrontar la alevosa y constante analfabetización de los presuntos alfabetizados. Tengamos presente que hay medios de comunicación, de incomunicación y de descomunicación. La comunicación informa, la incomunicación traspapela y atosiga, y la descomunicación descompone, pudre la médula de eso que vendría a ser el mentado albedrío.
Ojalá nos hagamos cargo de nuestro racismo subcutáneo, de nuestra creciente xenofobia, de nuestra intolerante paranoia. Crece día a día nuestra antipatía por los países vecinos. Ellos son tildados peligrosamente de “extranjeros”; la palabra “latinoamericano” se ha vuelto mala palabra. No olvidemos que los marrones y los de piel oscura tiene tanto derecho a ser habitantes del planeta como nosotros, los pieles blancas. No olvidemos, por ejemplo, que el Perú alistó 25.000 mil voluntarios para la guerra de Malvinas. (Sí, leyó bien, veinticinco mil seres humanos)
Ojalá no nos olvidemos de la Constitución Nacional. Esta patria siempre abrió sus puertas a todos los hombres y mujeres del mundo; así sea peruano o boliviano o alemán o sueco.
Ojalá aprendamos la virtud de la tolerancia. Pero sobre todo, ojalá tengamos el magnífico coraje, crucial, de dar un paso más, para superar la “tolerancia al otro” con el “respeto al otro”. Si consiguiéramos esto, la famosa condición humana sería más humana.
Ojalá recordemos aquellos campeonatos mundiales de fútbol, extraordinarios, dirigidos por Pekerman y por Sabella, cuando salimos segundos. Fueron hazañas, pero las vivimos como fracasos. Con un tal Messi incluído.
Ojalá aprendamos con Franco Colapinto. Estuvo demás nuestra euforia instantánea y estuvo demás nuestro veloz desencanto. Recordemos que la euforia descontrolada es, siempre, depresión que nos va a venir.
Ojalá que en esta patria idolatrada se deje de considerar que quien no es campeón mundial de algo es un fracasado, es decir, un pelotudo.
Ojalá aprendamos de una vez que la esperanza no es una comodidad, ni una puerilidad, ni una güevada declamatoria: es un derecho y es un trabajo; es una obligación por lo menos. No nos dejemos afanar la esperanza. Los biencomidos y leídos no nos podemos dar el obsceno lujo del desánimo. No podemos, no debemos bajar los brazos.
Ojalá asimilemos de una buena vez lo que nos vienen enseñando las Madres Abuelas de Plaza de Mayo. Que la memoria es la forma más ardua de la esperanza. Y que la paciencia no es resignación.
Ojalá que nuestros comunicadores, artistas e intelectuales si, llegado el caso, por esas casualidades de la vida tienen una “idea”, no pierdan el “conocimiento”.
Ojalá dejemos de confundir el ruido con el sonido, la impunidad con el heroísmo, la indiferencia con la prudencia, la resignación con la paciencia, la comodidad con la paz, la chatura con el nivel del mar, la desmemoria con la reconciliación.
Ojalá dejemos de besarnos de la boca para afuera/ sin arrojo/ sin riesgo/ sin coraje./ Porque es un crimen desbesarse.// Ojalá nos arrojemos de cuajo, de cabeza en cada beso/ y besemos adentro/ bien adentro/ más adentro.
Ojalá, más allá de la pandemia, valoremos a los que tienen las manos limpias porque no se lavan las manos.
Ojalá la solidaridad no sea sólo un espasmo y que la digestión no sea nuestra única actividad cívica. Ojalá que seamos algo más que intestinos eructantes.
Ojalá escuchemos, escuchemos con el corazón a los hambrientos: a los que tienen hambre de libros, hambre de justicia, hambre de trabajo, hambre de memoria, hambre de dignidad, hambre de pan. Pan de cada día y de cada noche. Pan en todas las mesas, y sin zozobra.
Ojalá no perdamos de vista el rubor del durazno, el presentimiento de las uvas, la franqueza de la aceituna, el orgullo de la cebolla, la cordialidad del orégano, la emoción de la albahaca, el sincero coraje del ajo.
Ojalá comprendamos, por fin, que el albedrío incluye el deber, permanente, de la solidaridad.
Ojalá tengamos presente que el sol no puede hacerlo todo solo: el sol también necesita de nuestro tráfico de calores. Ojo al piojo: que el sol nos puede perder la memoria. En tal caso no nos hará falta recurrir al mentado Apocalipsis.
Ojalá dejemos de ser ese conato de país que reemplazó la satisfacción de sentirse los mejores del mundo por el patético orgullo de ser los más inexplicables del mundo.
Ojalá aprendamos de una vez que al destino no se lo puede coimear.
Ojalá que la memoria de la opinión pública mundial siembre conciencia ecuménica, para que las guerras preventivas sean llamadas por su nombre: genocidios preventivos. Y a las sesiones de tortura deje de llamárseles “interrogatorios exigentes”.
Ojalá miremos lo que el dedo señala y dejemos de mirar la punta del dedo.
Ojalá dejemos de echarle la culpa de la pedrada, a la piedra.
Ojalá que cada mañana, al salir de nuestra casa, lo hagamos con el corazón puesto.
Posdata. Por más abatidos que estemos, no caigamos en el pozo desfondado del desánimo. Los biencomidos y bienleídos y bientechados ¿tenemos acaso derecho a bajar los brazos? Esto sería la traición de las traiciones. Damas y caballeros: en el 2025 no arriemos la esperanza, y no perdamos la vergüenza, y ¡carajo! no seamos obscenos, no caigamos en la indiferencia activa. Adiós a la sordidez, adiós a la hipocresía, adiós a la confusión, adiós a la muerte, ¡buendía, Vida! La marea, irrefrenable, creció verde; las mujeres lo supieron conseguir. Y nos da gusto reiterarlo: ¡buendía, Vida!
Los biencomidos, alfabetizados y abrigados que bajan los brazos y se desentienden de la esperanza, en realidad no merecen tener brazos. Vagos de toda vagancia, ofenden a la Vida, le sobran al próximo censo.
Que no se nos olvide: tenemos el deber y el derecho a celebrar. Para eso recién hemos descorchado el hondo malbec. Pero que el brindis no sea en base al olvido de los miles, de los millones que carecen del vino y del pan. Recordemos que el vino es la única patria que tiene mástiles para todas las banderas habidas y por haber. Y el pan tiene una sola sílaba ¡rotunda¡ y debe estar en todas las mesas con su sílaba única. Sí, así es: salud entonces, con los cálidos panes en todas las mesas ¡bien repartidos!
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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