Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Disculpen la autoreferencia; quiero compartir una vez más lo que viví con el imprentero inolvidable. El cuerpo de mi primer libro de poesía pesaba menos que el de un gorrión recién nacido. Tenía la delgadez de la adolescencia; sus 48 páginas, ni encoladas ni cosidas, abrochadas. Se llamaba Pautas Eneras. Tuve la desgracia (y la gracia) de que, pese a su insignificancia, me lo prohibieran y, obediencia seguida, me lo quemaran, kerosene mediante, en la explanada de la casa de Gobierno.
Tuve la gracia, ¿por qué? Porque gracias a mi librito aniquilado por orden de las llamas conocí a Gildo D’Accurzio. Don Gildo, para mí el hombre más gravitante y decisivo en la historia cultural de la provincia de Mendoza. Por décadas fue la columna vertebral de nuestra literatura (poesía y narrativa y teatro y ensayo), de nuestra historia, de nuestra filosofía, de nuestro pensamiento político a la hora de coagular en libros.
Con la insistencia del latiguillo de una canción desesperada siempre digo que si la calle central de la ciudad de Mendoza no se llamara Avenida San Martín, debiera llamarse Avenida don Gildo D’Accurzio. Me animo a más y digo: que si el general ciudadano don José hubiese vivido en el siglo 20, a la avenida San Martín la hubiese llamado avenida don Gildo D’Accurzio.
Muchas veces me han preguntado qué se siente cuando a uno le queman un libro escrito con su pulso. Viví la insospechada experiencia con mi primer librito de leves poemas de post adolescencia, Pautas eneras, a mediados de 1962. Por entonces había sido derrocado el gobierno constitucional presidido por Arturo Frondizi; en su lugar, de interventor, pusieron a un títere obediente, José María Guido; empezaba otro oprobioso capítulo de gobiernos de facto, a lo lejos asomaba la dictadura de un general fundamentalista y comulgador, Juan Carlos Onganía. Mendoza naturalmente fue intervenida. Prohibir y quemar hacía juego con la desconstitucionalidad. Mi librito (con 23 poemas entusiasmados), editado por la Biblioteca Pública General San Martín de Mendoza, iniciaba la colección Cuadernos de la Nueva Poesía. Fue prohibido por el Ministro de Gobierno de la provincia intervenida, (de apellido Argumendo, o algo así), un ser humano sumido en lo castrense. La prohibición se materializó con el fuego, en un tacho, en la explanada tracera de la Casa de Gobierno. Pero en la siesta del día anterior pude sacar 75 de los 300 ejemplares. Me exigieron que los devolviera porque si no… Todavía los están esperando. Cuando la ejecución se había consumado, un linotipista, naturalmente anarquista (el que me había adelantado un paquete con los 75 libros), me señaló las cenizas y me dio un abrazo que vino con estas palabras al oído: “Pibe, ni se te ocurra tener miedo y dejar de escribir”.
Y aquí viene lo de mi gracia, lo de mi fortuna. Un par de semanas después me paró en la vereda don Gildo D’Accurzio, a quien yo sólo conocía de lejos, debido a mi timidez. Me saludó con un palmotazo en la espalda y me dijo, sonoro como era, que en su imprenta, “antes de que se nos termite este año sacaremos nuestra segunda edición”. Hablaba en plural. Ni mencionó los inconvenientes que esa publicación podía traerle con el gobierno de facto. Y la segunda edición de Pautas eneras salió nomás en la mañana del 24 de diciembre, aumentada con más poemas y con un prólogo mío, furioso, dedicado a los “canosos mentales y queroseneros intelectuales”.
¿Se entiende por qué dije que tuve la gracia en la desgracia de que me quemaran el librito? Sin discursos, sin contrato, con las palabras que entran en menos de uno minuto D’Accurzio decidió publicarme la segunda edición del libro quemado.
Don Gildo no era un editor, era un exquisito imprentero, implacablemente respetuoso de las más diversas y encontradas ideas. Y como tal era venerado a la distancia por Julio Cortázar. Durante décadas nos editó a todos y adentro de ese “todos” estaban los primeros libros de mendocinos que trascendieron la provincia y el país, Desde Antonio Di Benedetto a Armando Tejada Gómez, pasando por autores mendocinos referentes nacionales como Jorge Enrique Ramponi y Juan Draghi Lucero. Cortázar, ya en Europa, en sus cartas evocaba “la imprentita” de Mendoza.
Gildo D´Accurzio hizo por la identidad de la provincia más que cien gobernadores. Sin escribir él, nos escribió a todos. De su horno salieron nuestros panes: fue un imprentero panadero. Gestó su taller a partir de una minervita que le vendió el viejo Genaro Scafatti. El suyo era lo que se dice, un taller de Artes Gráficas. Un simple taller que sin embargo con el tiempo fue una prodigiosa usina editorial mendocina y cuyana y nacional, hasta internacional. Pero jamás la quiso llamar editorial: en las contratapas de sus ediciones apenas si ponía y en tipografía menuda : D´Accurzio Impresor. De ese primoroso taller de la calle Buenos Aires 202 salieron alrededor de 1500 títulos, pero más que la cantidad importan joyas como Homenaje a Fritz Krüger, en doce idiomas y dialectos. O Piedra infinita, de Ramponi (libro que según algunos chilenos inspiró demasiado al Neruda de Alturas de Macchu Pichu.)
D´Accurzio publicó además una punta de escritores de Buenos Aires y de todo el país. Julio Cortázar, como dije, añoraba desde París ese sitio donde brotaron libros hasta en latín y en griego, ¡y en sánscrito! Pero lo real es que la imprenta vivía de la folletería comercial; a los libros los editaba a pura pérdida. A pura alegría. Don Gildo, con voz de tenor y agricultor, solía decir que “publicar libros es un deber moral de toda imprenta”. Cobrar, recuperar al menos los costos de papel y mano de obra, a él no le importaba; en absoluto.
Ya entrando a su vejez, le hice un par de notas para revistas porteñas. En mis viajes siempre trataba de encontrarme con él; estaba desencantado y tristísimo por el destino azaroso de las máquinas y colección tipográfica de su imprentita. Recuerdo una siesta cuando me abrió el taller y sacó las cajas con tipografías únicas. Todo impecable, sin el menor rastro de polvo; cada caja en su interior estaba cubierta por un paño de terciopelo. Como en una joyería.
Don Gildo aquella vez me dijo que quería dejarme la biblioteca de todos los libros que publicó. Me quedé helado; eso significaba que empezaba a despedirse de este mundo algo cruel y desmemoriado. Apenas si pude balbucearle un gracias desteñido. No diga eso, le dije. Acéptelo, no me haga rabiar, me contestó. Entonces acomodé las palabras como pude y le dije que buscaría los libros en mi próximo viaje a Mendoza, que sería en tres o cuatro meses. No lo hice. El tiempo fue pasando y don Gildo me insistía con su inconmesurable legado. Y yo siempre lo dejaba para “mi próximo viaje”. Sentía que ir a recibir y llevarme la colección de su biblioteca significaba aceptar, dar por hecho que los días de su vida estaban contados. No me dio el pellejo del corazón para hacer eso.
Un día de 1983 mi padre me llamó por teléfono a Buenos Aires, me dijo: Ayer murió don Gildo. No sé qué fue de su colección. Y no quise averiguarlo.
Más allá de la anécdota personal, el caso es que, realmente, don Gildo nos publicó a todos. Por décadas la producción literaria y académica de Mendoza se hizo libros en su tallercito. D’Accurzio se convirtió en una permanente madera santa para los clavos literarios.
Tenía otra debilidad: mandaba sobres anónimos, con dinero, que su hijo Juan Carlos deslizaba por debajo de las puertas de escritores en estado de calamidad. Este pibe murió a los catorce. Por años don Gildo dejó la puerta de su casa abierta; esperaba que Juan Carlos volviera. En vista de que no volvía, buscó consuelo haciendo un concurso literario en su memoria. El premio era la edición en la colección Clavel del Aire. Allí despuntaron sus primeras obras escritores trascendentes del cercano siglo pasado: Di Benedetto con su Mundo animal. Tejada Gómez con Ahí va Lucas Romero, entre tantas. Pero el caso es que, agobiado por nuestras envidias y alcahueterías y mezquindades, un día tuvo que terminar con el concurso. En fin.
Ya anciano, don Gildo quiso salvar a su imprenta vendiéndosela a la Universidad Nacional de Cuyo. La cifra que le pedía era semejante a lo que le facturaba a la Universidad por publicaciones de cuatro o cinco meses. Una cifra menos que simbólica. Indiferencia, desinterés, negligencia: la burocracia lo agotó. Y la prodigiosa imprentita que Julio Cortázar evocaba desde París fue desgajándose: pasó sucesivamente a la provincia, a la Penitenciaría, al Círculo de Periodistas… terminó descuartizada por falta de “una política cultural”. Pero hay que decirlo: también porque nosotros los escribas, sonoros charlatanes, quejosos inocuos, extraviamos la ética de la acción concreta para sacarla de ese triste peregrinaje. Manga de inútiles. Esto también explica la inexplicable, la porfiada decadencia de un país que viene llamándose Argentina.
Don Gildo murió desolado. Lo recuerdo en plena vereda céntrica, apretando los ojos para impedirse las lágrimas, tapándose los oídos, diciendo con una congoja seca: No quiero escucharme la tristeza.
¿Cómo era nuestro D’Accurzio? Además de un artesano singular, de una especie de sacerdote de las artes gráficas reconocido en el viejo mundo también, fue un sabio. Como dije, mi librito quemado fue una gracia recibida. Y necesito contar porqué: cuando la segunda edición de Pautas Eneras estaba a horas de salir, luego de hacer decenas de pruebas, hasta que el rojo profundo de la tapa se consiguió, don Gildo me dijo:
–Mi amigo, no se me vaya a quedar enculado con el fuego. Por las dudas yo tengo el remedio para eso, a media cuadra.
–En la farmacia.
–No, enfrente de la farmacia.
–Enfrente hay una panadería, don Gildo.
–Justamente, una panadería. Iremos enseguida y podrá comprobar que el fuego no siempre es malo y perverso y dañino.
Al rato entrábamos a la panadería; don Gildo pidió permiso para pasar al fondo. Allí estaba el horno, pero yo no me interesaba demasiado por asomarme a su boca crepitante. Don Gildo me dijo entonces:
–¿Qué le anda pasando, Rodolfo? Lo noto preocupado.
–Don Gildo, se lo dije hace un tiempo, pero me parece que usted no lo registró… voy a tardar en pagarle esta edición de mi libro.
–No se aflija, mi amigo. Eso se arregla enseguida, usted no se la va a llevar de arriba: me compra ahora mismo un kilo de pan de esta panadería…
–Ya se lo estoy comprando… ¿y?
–Y así, con eso me paga los mil ejemplares.
–Pero… la edición es de 1500 ejemplares.
–El mes que viene me compra otro medio kilo de pan y con eso me paga los otros quinientos. Y a mano hemos quedado ¡mi amigo!
Posdata. Yo no lo sabía entonces, pero estaba aprendiendo para siempre que hay otro fuego, aparte del perverso que quema libros y casas y seres humanos que piensan; otro fuego, el fuego bueno que le pone semblante al pan nuestro de cada día y de cada noche.
Debí darle un abrazo a don Gildo D´Accurzio. No me animé, otra vez la jodida timidez. Mis brazos se quedaron en silencio. Salimos de la panadería, retomamos la vereda; antes de llegar a la esquina de la imprentita don Gildo dividió un bollito, me dio la mitad; recién salido el pan estaba caliente, lo respiré con la lengua y el paladar, mordí para siempre. Nuestro Gutenberg me estaba administrando la mejor comunión, la del fuego debido.
((No sé si lo habrán advertido, de algún modo estoy concelebrando los 40 años de la supuesta muerte de Julio Cortázar, aquel que siempre recordaba desde París al inmenso Gildo D’Accurzio, y a su maravillosa imprentita. Cumplidos sus cuarenta años de respirar en otro sitio, hoy revivo a Cortázar memorando a don Gildo. Don Gildo, el que nos editó a todos; don Gildo, el que hizo resucitar mi primer librito, tan quemado, comprando un kilo y medio de pan)).
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