Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Así es la cosa: vamos a ver quién hace tronar el escarmiento sobre las espaldas de los desguarnecidos, de los desesperados, de los famélicos. Los superhombres y las supermujeres que encabezan el lote de quienes gobiernan y gobernarán las esquirlas de este mundo, alardean con la promesa de que mandarán y domesticarán –miedo mediante–, dando garrotazos a raja cincha. Eso: prometiendo Mano Dura, amordazando, persiguiendo, diciendo alegremente: “el que quiera andar armado que ande armado”. Que para eso ¿somos libres?
Es por demás evidente que hemos envilecido al concepto de libertad. Libertad para aniquilar al otro. Libertad para descabezar al que piensa diferente. Ay, pobre libertad. Ay, libertad, libertad, libertad. Habría que revisar lo que dice el Himno Nacional.
Ante esto, ¿vamos a escondernos detrás de las rejas de nuestro umbral? ¿vamos a bajar nuestros brazos? ¿vamos a capitular? ¿vamos a huir igualándonos a las pobres ratas despavoridas?
Si hacemos eso tendremos un apocalipsis de morondanga, en realidad ya no nos hará falta apocalipsis alguno. Estaremos fritos desde la efe a la ese. La democracia será un triste y oscuro y sucesivo agujero.
Pero de nuevo: ante esto, ¿qué?
¿Vamos a convertir este aquelarre en una película de comboys, película filmada con balas de verdad?
Ojo al piojo: la violencia es contagiosa. Ojo al piojo: la paranoia, tan sembrada por los medios de (des)comunicación, se ha convertido en ideología. Y en absoluto argumento electoral. No le copiemos a los norteamericanos. Ellos son, lejos, la primera potencia en el mundo. Pero son, lejos, el país más inseguro, más histérico, más paranoico del mundo. No hay semana en la que un joven, un adolescente, vaya a una escuela o colegio y se cargue a docenas de compañeritos.
Posdata
Ella, la bala, no sabe lo que hace. Ni lo que deshace.
La consagración de toda bala es la muerte.
Cuando la bala mata, la bala se realiza, consigue plenitud.
Pero la muerte no viene solita, la muerte convoca a más muerte.
Suponiendo que Dios exista, ella, la bala, le roba atribuciones al Dios que decimos venerar.
A ella, la bala, le pasa como a la piedra: es inocente.
Como inocente es el diablo.
Pongamos las cosas en su lugar: a las armas no las carga el diablo. La cargan los convocadores de más muerte. Los y las imbéciles.
Damas y caballeros: la piedra nunca tendrá la culpa de la pedrada.
Así, la bala nunca tendrá la culpa del balazo.
En la casa, preferible y mejor que las armas y sus balas, el servicial tenedor, el cordial cuchillo y la generosa cuchara.
Que no se nos olvide: preferible y mejor el emocionante olor a pan que el seco olor a pólvora.
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