Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Empecemos por considerar que la del periodismo puede ser la palabra crítica u obsecuente, la palabra servicial o servil, la palabra atenta o sin mirar a quién, la palabra alumbradora o vacía, la palabra semilla o irreparable. Teniendo muy presente que los periodistas no somos héroes, ni sacrificados sacerdotes, ni nada por el estilo: somos, como todos, como cualquiera, ciudadanos habitantes que podemos contribuir o no al inminente suicidio del planeta, a la consolidación o a la disolución de eso que insistimos en llamar democracia.
Algo más: los periodistas no somos pitoniszos, no somos brujos, no somos adivinos. El futuro nos cae en la mollera, como a vos, como a usted, como a cualquier perico de los palotes.
Continúo con la reflexión: Anoche me desvelé porque se puso a cantar un gallo. Más que el gallo me despertó la rareza, porque en mi barrio porteño no hay gallineros (salvo el estadio de River, a más de veinte cuadras de mi casa). Además, eran las tres de la mañana y a esa hora no hay aurora que justifique el cantar avisador y prematuro de ningún gallo. Pero hay gallos que se suelen cantar en el reglamento de la aurora, improvisan, y cantan cuando se les canta.
Desvelado, salí a la terraza y me puse a deletrear el hondo abismo de la noche. De pronto me encontré sumido en interrogantes graves. Una de esas preguntas me atrapó, y en ella me quedé: “¿Cuáles son las cosas más difíciles de conseguir en esta, nuestra revinagre vida? Y fui enumerando algunas:
–Difícil, muy difícil es rascarse uno mismo la espalda cuando a uno le pica justamente allí, donde no le llegan los dedos.
–Difícil, muy difícil es leer el diario con viento en la playa (salvo que tenga el formato de Jornada).
–Difícil, muy difícil –inadmisible– es tomar la sopa sin hacer ruido. Por otra parte, dicho sea: la sopa se vuelve desabrida si uno, por educado, la toma sin hacer ruido.
–Difícil, muy difícil es estornudar en el medio de un concierto.
–Difícil, muy difícil es no pasarle unos mangos al policía cuando nos está por hacer la boleta en el medio de una ruta.
–Difícil, muy difícil es enhebrar una aguja y, sobre todo, enhebrar una aguja en un frigorífico. ¿Por? Porque imaginémonos tratando de enhebrar con 25 grados bajo cero, temblando.
–A propósito de aguja, difícil muy difícil es encontrar una aguja en un pajar. Sobre todo porque, ¿a dónde caraxus hay un pajar?
La lista de cosas difíciles se me fue ampliando. Observemos que muchas de ellas parecen güevadas, de tan fáciles. Ya cerca del amanecer llegué a la conclusión de que lo más difícil en esta vida absurda y prodigiosa, es escuchar. Escuchar al otro.
Quede bien claro que escuchar al otro no consiste en hacer silencio y esperar una pausa, un titubeo, para meter nuestro discurso que se pretende monólogo. Esto, escuchar al otro, es algo que hacemos muuuy rara vez. Claro, para escuchar al otro debemos saber y sentir que el otro es alguien tan prescindible y tan imprescindible en este mundo, como nosotros.
Por no escuchar al otro tantos padres e hijos se desencuentran, se distancian, se pierden, se extravían, se traspapelan en el barullo de esta vida que no dura un rato, dura menos que un ratito. Cuando queremos acordar la vida ya fue, y todo nos parece que fue ayer.
Sigamos rumiando pensamientos. Por no escuchar al otro suceden tantas cosas espantosas y dejan de suceder otras tantas, maravillosas.
Por no escucharse miles, millones de matrimonios monologan, se incomprenden y se descomprenden, se apagan, se aborrecen y finalmente se divorcian, y claro, dividen los ceniceros.
Por no escuchar al otro, países compuestos por seres humanos se enconan, se odian, se carnean, se desangran en guerras absurdas, hasta se justifican genocidios. Genocidios preventivos –le llaman.
En fin, por no escuchar al otro, eso que llamamos condición humana es algo que no avanza, que permanece encallado, por los siglos de los siglos.
Difícil, muy difícil escuchar al otro. Más difícil que encontrar la aguja en un pajar, más difícil que enhebrar la aguja en un frigorífico. Más difícil que silbar con la boca llena.
Ahora bien: ¿podremos alguna vez aprender a escuchar al otro?
Podríamos intentarlo. Eso sí: nos va a costar un güevo y el otro también. O una güeva.
Pero vale pena lo que valdrá la alegría.
Escuchando al otro nos encontraremos con nuestros hijos, con nuestros hermanos, con nuestra pareja, con nuestros vecinos del otro lado de la eventual pared, o del otro lado del río.
Y en una de esas, escuchando al otro, descubrimos que el otro existe y sufre y tiene deseos y sueña también. Y no sólo eso, por ahí sucede que descubrimos que nosotros no somos el eje del mundo, ni somos la perfecta raya del poto. En todo caso somos criaturas que no sabemos de dónde venimos ni sabemos a dónde vamos. Como el otro. Criaturas desguarnecidas, desabrigadas en la intemperie de una vida que a veces parece nomás que –como asegura el tango– es una herida absurda.
Si escuchar al otro no nos seduce desde el punto de vista de la ética, probemos de escuchar al otro con fines prácticos. Porque escuchando al otro, el otro existirá, y con el otro nos abrigaremos en este valle que no debiera ser, fatalmente, de lágrimas. Cuando me preguntan en los seminarios cuáles son las mejores preguntas yo siempre respondo que las mejores preguntas siempre brotan escuchando al otro, al entrevistado. Son las más difíciles porque así en la vida, como en los reportajes, como en los matrimonios eso es lo más difícil: escuchar al otro, o a la otra.
Posdata. Damas y caballeros, intentémoslo; hagamos la prueba: escuchémonos. Joder, en una de esas ¡de pronto! descubrimos que el otro existe. Y nosotros también, para el otro. Y ya que existimos, comamos con ajo y brindemos como diosnosmanda: ¡con la paradoja de este alumbrador vino oscuro! Digo ¡salud! Y escucho ¡salud!, malbec mediante. Y sin darnos cuenta resulta que ahora ¡nos estamos abraZSando!
* zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar
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