Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Propongo, como cada año, que usemos el fugaz ratito para la reflexión.
Debemos abandonar la indiferencia activa. Tenemos la obligación de ser algo más que portadores eructantes de aparato digestivo.
Con la Navidad y el fin de año que se introduce como relámpago en el año nuevo, uno baja un cambio, varios cambios y de repente se transforma, se pone “bueno”. Juzga menos y comprende más. Desactiva el dedito de acusar. Qué lo parió. La pregunta que nos viene encima año tras año: ¿Por qué será que para ser un poquito comprensivos y piadosos somos tan hijos dependientes del almanaque?
Pasa siempre: los que tenemos el privilegio de la mesa con mantelito, estaremos meta y meta abrazo, meta y meta brindis. Abrazos y brindis a rajacincha. Hasta se nos mojarán los ojos de emoción propinando y recibiendo buenos deseos.
Ocurre invariablemente en esta “pausa para la bondad”, le daremos permiso al amor, autorizados por el bendito almanaque. Probablemente hasta le daremos un beso al hondo espejo que guarda la sed de nuestra mirada.
A esta altura del acontecimiento, en ese de repente nos daremos cuenta que hay algo que late y late, a la izquierda de nuestro pecho; es el famoso, es el mentado corazón, que será lo que debe ser: será corazón, corazón intenso, y no una jodida sucursal del hígado o del intestino, esas partes desprestigiadas de nuestro organismo.
Así será la cosa: nos volveremos compatriotas en esta arenita insignificante del cosmos que es la Tierra. Y nos pasará lo que nos pasó en cada navidad: apaciguaremos nuestras uñas, riendas le pondremos a la mezquindad, y a la envidia y a los celos le daremos asueto. Por fin recordaremos que somos “humanos” , y de humana condición. Repartiremos perdones por la diestra y la siniestra, con juramentos prometeremos buenas acciones.
A esta altura, audaces para todas las clases de amor, recordaremos que la solidaridad es una saludable costumbre muy traspapelada al compás de ese criminal eufemismo de la esclavitud que nombramos globalización. O neoliberalismo, que vendría a ser lo mismo.
No nos excedamos en los propósitos. Razonemos con sencillez: pensemos en los que no tienen pan que poner sobre sus escuálidas mesas. Pensemos en los que no tienen trabajo con remuneraciones nobles. Pensemos en los que tienen hambre y sed, en los que atraviesan un noche infinita, en los que hoy por hoy no tienen ni siquiera una lucecita al final del túnel. Pensemos en los desvestidos en los desabrigados, en los que hace tiempo ni siquiera se permiten la tenue sombra de alguna remota esperanza.
En este mundo y en esta patria idolatrada el hambre dejó de ser una posibilidad, es una realidad galopante. Ahora pueden golpear a nuestra puerta para pedirnos un alimento. Quien dice ahora está diciendo ahora mismo. El hambre, aquí, en este suelo, es una realidad. Hasta puede suceder que de repente tomemos conciencia de nuestra inconsciencia. Y ahí sabremos que, si el pan de cada día y de cada noche no es compartido, no es pan, es alarido de obscenidad.
En ese de repente entusiasmado de estos días navideños hasta es posible que reparemos que el mundo no termina en el umbral de nuestra confortable casita.
A ver si nos animamos a dar abrazos tan pendientes, abrazos con zeta y con ese; abraZos abraSadores.
Todo será posible: en el de pronto del de repente: veremos con los ojos, escucharemos con los oídos, paladearemos con la lengua, tocaremos con la piel, oleremos con la nariz. Le pasaremos lista a los sentidos y caeremos en la cuenta de que son cinco. Y los despertaremos bien despiertos, a los sentidos. Y los soltaremos bien sueltos, a los sentidos. Para que hagan lo que siempre tienen que hacer: abrazar abrasadamente. El amor a rajacincha, que le dicen.
Damas y caballeros, no estaría demás recordarnos que estamos en democracia, una democracia a sembrar con buena leche. Celebrar (nos) es un derecho y es un deber. Pero tengamos a bien considerar que ninguna celebración es genuina, si no es conseguida. Entonces, por un rato pongamos la reflexión en remojo y afrontemos preguntas sencillas:
¿Qué pasaría si a esta “pausa de bondad” la tuviéramos, no vamos a decir cien días al año pero sí, al menos, un par de días cada mes?
¿Qué pasaría con este mapa que, según dicen, es nuestro país?
¿Qué pasaría con este mundo hoy acorralado por entusiasmos genocidas? ¿Qué pasaría si al año celebráramos no una sino quince o veinte navidades?
Al leer los diarios, al encender la radio o el televisor podemos comprobar la instauración de la nueva esclavitud, la del analfabetismo y sobre todo la de la analfabetización, tan sembrada. Buena ocasión la Navidad para darnos cuenta del obsceno descaro de las guerras preventivas que son en realidad genocidios preventivos, al comprobar el horroroso hambre de miles de millones, al ver cómo en un mes de guerra se gasta mucho más que lo que haría falta para hacer una campaña que termine absolutamente con todas las plagas endémicas que acribillan a los arrojados del sistema.
Al ver eso advertimos que la condición humana está enquistada en el mismo punto. Y uno se pregunta si la condición humana –como diría la sabia Alicia Moreau de Justo– avanza aunque más no sea un escalón o un centímetro cada siglo o está encallada en el mismo punto, por los siglos.
Tal asoma la pregunta: más allá de los prodigios de la ciencia, eso que llamamos condición humana, ¿realmente avanza? El interrogante tiene que ver con la costumbre de los genocidios tantas veces enarbolados con la excusa de “salvaguardar la libertad y la democracia”. No podemos desentendernos de la criminalidad multiplicada por miles de misiles (cada uno cuesta tanto como varios hospitales y escuelas juntos). La impunidad de los superpoderosos que exprimen al planeta para salvar a los bancos genocidas, esa impunidad es una pandemia no nombrada.
Si estamos siempre donde mismo, como condición humana significa que estamos retrocediendo hacia el apogeo de un suicidio total. Ahora bien, ¿cómo avanzar aunque sea un centímetro por siglo? Damas y caballeros, tal vez la forma de avanzar un tranquito sería agregándole a nuestro año calendario una o dos docenas de días con espíritu navideño. Un puñado de esos días, ¿para qué? Para hacer una pausa, para ponernos buenitos.
Claro, para que ese milímetro de evolución suceda, tenemos que, como recién dijimos, animarnos a tener conciencia.
((Posdata anual. Ya que estamos: no estaría demás tomarnos el pulso: el pulso nos dará una noticia tan prodigiosa como comprometedora: estamos vivos. Si estamos vivos, a proceder en consecuencia. Porque la vida es mucho más que hacer la digestión y eructar. Para eso, para merecerla, tendremos que tener huevos sin hache. Tener güevos y güevas para estar despiertos. Nada menos, ¡estar despiertos! Entonces sí, entonces, a celebrar y a descorchar y a decir ¡salud!))
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
__________________________________________________________________________________________________________________________________________
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.