Dicen que tenía 60 años. Habladurías. En realidad está faltando un cero: murió a los 600 años de su edad. Dicen que ahora descansa en paz. Habladurías también. ¿Por qué me atrevo a afirmar esto? Enseguida intentaré mi respuesta a ese imperioso interrogante.
Pronto, las palabras sobre la mesa. La esencia de lo que voy a escribir en esta columna sobre Diego Armando Maradona será una reanudación de lo que escribí, a lo largo de más de tres décadas en mis libros: “De fútbol somos”, “Perfume de gol” y “Querido enemigo”. El mazazo de la noticia ha sido tan desmesurado, que enmudezco, no me vienen palabras nuevas ante la evidencia de que el eterno Maradona ha muerto (pero no ha dejado de existir). Ha pasado lo que nunca imaginamos que iba a pasar. Maradona, nuestro Maradona tan amado y venerado, al parecer se ha cansado de resucitar y resucitar y resucitar. ¿Y entonces? Entonces, madremía: adiós Diego, adiós.
Muchas veces pregunté y me pregunté: ¿Cuándo nos daremos cuenta de que ser Maradona es insoportable, es inhumano? Con esta pregunta abrí, hace 22 años, un capítulo dedicado a Diego Armando Maradona en otro libro mío, “Argentinos en la cornisa”. Hoy renuevo la pregunta. Porque hace semanas, más allá del afecto y de la veneración, en cuanto Maradona salió del quirófano, los deditos de acusar, los amigos de las comparaciones salieron a relucir. Se insiste en la comparación mezquina de Maradona con Pelé. Pero se trata de la comparación de lo que hicieron con sus vidas cuando dejaron el futbol. Y lo que hicieron está a la vista: Pelé se acomodó al “stablisment”, tranzó con el poder establecido. Maradona siempre eligió la ardua vereda de enfrente. Nunca se olvidó de sus orígenes en Villa Fiorito. Nada que ver con las comodidades del neoliberalismo conservador.
De todas maneras nuestro Diego siempre habló en voz alta. Su fama siguió enarbolada afuera de los estadios. Había que estar en el cuero y en los zapatos de Maradona. ¿Quién puede soportar ser el más famoso que el mundo? ¿Quién?
Entre el 1 de junio de 1980 y el 18 de mayo de 1981, escribí una serie de columnas en el diario Mendoza. Maradona andaba por los 20 años de su edad y su venta a un club del exterior ya producía entre los argentinos una sensación de despojo no menor a la que significaría la pérdida de unas islas o un trozo del mapa nacional. Los medios de (des)comunicación, en los años finales del criminal Proceso Militar, aprovechaban el “drama de la transferencia de Maradona” para disimular, por ejemplo, el acelerado derrumbe la economía nacional, el colapso de las economías provinciales; para disimular, además, la todavía feroz censura de los años de dictadura; ni hablar de los miles de desaparecidos. En otras palabras, se prolongaba la idiotización y/o el encubrimiento de los temas esenciales –censura, represión– que antes ya se había consumado con el campeonato mundial de fútbol que consiguió (de local eh) la selección dirigida por ese ideólogo oral llamado Cesar Luis Menotti.
El 11 de mayo de 1980 escribí sobre “La inundación y Maradona”. Dije: “Todo el país ha tenido noticia de la inundación de una gran parte de la provincia de Buenos Aires. Unas 40 mil personas perdieron de la noche a la mañana todo lo que tenían. Pero comparemos la repercusión de la inundación con la que tuvo la trágica muerte del actor Claudio Levrino, o la posible venta de Diego Maradona al exterior. No se trata de hacer del dolor una cuestión cuantitativa, se trata de advertir-nos que, para ciertas cosas, estamos sensibilizados hasta el grado de la histeria, y para otras, estamos casi insensibilizados hasta el grado de la vagancia convertida en indiferencia. Naturalmente, Maradona no era el culpable del uso que se hacía con su angustiante transferencia.
El 18 de mayo de 1980 seguí con el tema: “La movilización nacional por el drama de la venta de Maradona corre pareja con la inmovilización nacional frente a millones de hectáreas de un país anegado y hambreado, frente a los cuadros de artistas argentinos premiados en el exterior que se pudren en los galpones de la aduana, frente a los científicos que se tuvieron que rajar de este país. ¿Estamos atolondrados como sociedad o directamente hemos perdido la cabeza? ¿O las dos cosas juntas? (…) Además: ¿cómo hace un futbolista veinteañero para soportar la carga de semejante fama y la presión histérica de los medios de des-comunicación?”
Prestemos atención: ésa ya era la pregunta cuatro décadas atrás. La conclusión cae por madura: si Maradona llegó vivo al 2020 es por un milagro de la naturaleza. Ni física ni psíquicamente nadie puede aguantar tanta presión. Ni la mitad. Ni la mitad de la mitad. Por todo lo anterior es que digo: nadie en este siglo nos sacó la careta a los argentinos, tan de cuajo, como Diego Armando Maradona. Usando la expresión del general ciudadano José de San Martín, al desnudarnos Maradona nos dejó en pelotas. Nos hizo ver tal cual somos. Alumbró nuestro más revelador repertorio de obsesiones, de manías, de hipocresías, de incoherencias, de traiciones, de engaños y autoengaños, de complejos de superioridad y de inferioridad. También, cómo olvidarlo, con su juego prodigioso nos hizo ser felices. Felices hasta perder el conocimiento y hasta perder el control de esfínteres.
Creo que ningún bien parido tenía derecho a exigirle a Maradona dar el “ejemplo”. Más que consejos yo prefiero enumerar algunos agradecimientos. Le debemos agradecer a Maradona que haya nacido. Y que al nacer no se nos haya muerto. Porque mamó la leche de las tetas de la madre que lo parió, Dalma Salvadora Franco. Y le debemos agradecer también porque aprendió a caminar. Y porque una vez vio algo redondo a ras del suelo, y no lo alzó con la mano de sus manos sino con la mano de su pie, el izquierdo. Porque a eso redondo, la pelota, no la pisó, no lo pateó de puntín, no lo ofendió mandándola a cualquier lado, la encantó con extrema dulzura. Porque siendo la pelota redondita como redondito es el planeta, él no hizo diferencia. A la pelota y al planeta lo tuvo en el suave terciopelo de su empeine imantado. Lo más lindo es que cuando Diego se volvió mundial tampoco dejó de “jugar a la pelota”. Además, siendo petiso nunca se puso en puntas de pie; fueron los grandotes poderosos los que tuvieron que bajar a él. Aquella vez (1986, contra los ingleses) que hizo un gol con la mano y tuvo la gracia de echarle la responsabilidad a Dios, nos deschavó. Dios, esa vez, alzó los hombros y dijo: “Yo, argentino”. También otra vez (1990, mundial de Italia, frente a los rusos) salvó un gol en contra con su mano simulando ser pierna. Grandísimo en la virtud, grandísimo en la picardía. El Diego, con su mano ilegal, nos hizo saber que nosotros, los eternos ganadores morales podíamos ser también, ganadores in-morales.
Cómo no reverenciar el gol de 1986 contra los amados ingleses. Véamoslo una vez más: toma la pelota detrás del círculo central y la lleva atadita a sus pies a toda velocidad, mientras piernas extrañas arañan estériles la tierra a su paso. Atadita la lleva hasta su último aliento, hasta tocarla por fin rumbo a la red con la pestaña de su pie incentivado por el pie desesperado del último inglés. Y ante aquella jugada imposible el mundo se queda pasmado, y deslumbrado. Y el alarido del gol se vuelve ecuménico. Y Dios, que no usa sombrero, pide rápido uno prestado ¡por Dios!, ¡para sacarse el sombrero ante aquella jugada prodigiosa! Esa vez, aparte del día de la madre y del día del padre y del día de la primavera y del día del amigo, el género humano tuvo su Día del gol. Hay que celebrarlo por los siglos de los siglos. Esa vez un orgasmo futbolístico (y estético) pudo ser compartido, en el mismo exacto pestañeo de la eternidad, en el mundo entero. Sí, digámoslo: nunca hubo un orgasmo tan compartido. Tan compartido más allá de toda raza, de toda religión, de todo nivel cultural, de todo mapa. Más allá de todos los sexos habidos y por haber.
También le agradecemos a Maradona, en el acierto o en el error, su visceral sinceridad. Él siempre puso el cuerpo para asumir sus desbordes de franqueza. Nadie, ni aún los que lo aborrecen, podrán encontrarle a Maradona una gota, una sola, de hipocresía. Recordemos aquella nochecita podrida, cuando lo fueron a buscar las llamadas fuerzas del orden y lo encontraron con el cuerpo y el alma dados vuelta. Esa nochecita, los medios de des-comunicación mostraron las hilachas del corazón y del alma. Y Maradona empezó a ser arrojado a las fieras por quienes justamente más lo habían enarbolado. Como sociedad ahí empezamos a sacarnos la careta. Sin embargo, en un país sembrado de muertitos sin sepultura, Maradona aprendió como nadie el arte de resucitar(se). Y emergió de entre las cenizas, altivo, prepotente en su dignidad, sacando pecho, siempre dispuesto a nacer todas las veces que hiciese falta.
Cada vez que Maradona tan humanamente tropezó y tan en carne viva se derrumbó, los exitosos triunfalistas se alzaron para despedazarlo, saquearlo y repartirse el botín de su tragedia. Pero él no bajó los brazos: él siguió poniendo “su” cuerpo, como siempre. Siempre batallando contra la hipocresía, contra los eternos poderosos.
Maradona nos arrancó sucesivas caretas porque, entre otras cosas sirvió para poner en evidencia nuestro racismo agazapado y tan escondido: cientos de miles, cada vez que el Diego caía, argumentaban gozosos: “Lo que pasa es que sigue siendo un villero”.
Así es: ha servido Maradona, afuera de la cancha, para demostrar-nos que nuestro hondo racismo hace excepciones cuando el objeto a odiar tiene éxito y/o dinero. Porque aquí practicamos el racismo social.
El caso es que a la hora del juzgamiento (recordemos el encarnizamiento del señor Neustad) Maradona ha servido para evidenciar que en esta patria desmemoriada son muchos los dispuestos a arrojar “la primera piedra”. Cuando tantas primeras piedras empezaron a lloverle, el Diego no echó a correr, no huyó, se hizo cargo de sus pecados. Y le puso el pecho a las pedradas. Y dijo para siempre: “pero la pelota no se mancha”.
Más allá de sus prodigiosos dones como futbolista, agradezco al ciudadano Maradona que haya sido uno de los muy pocos argentinos que no trató de ser políticamente correcto, ni posó simulando ser políticamente incorrecto. Cuando metía la pata la metía con el cuerpo entero. Con “su” cuerpo.
Pienso que no hay otro que sintetice como Maradona las virtudes y defectos argentinos. Lo que tiene de singular es que jamás trató de disimular. Bien que nos pese. Mal que nos pese. El caso es que él, como nadie, desde su cornisa nos hizo conocer la alegría en estado de fiesta. En un partido de fútbol consiguió redimir las frustraciones de una (des)guerra a la que fuimos arrojados por unos milicos (de escritorio) que ignoraban todo sobre los hielos del sur del sur, milicos con coraje etílico que solo sabían de los hielitos del whisky. Maradona nos exorcizó de aquella (des)guerra absurda.
Hay que decirlo en voz alta: esos prolijos que durante años esperaban “el derrumbe final de Maradona” (esperaban para enarbolar sus consejos y moralejas), hace veinte siglos hubieran también acusado de subversivo al Jesús que hoy veneran en cómodas cuotas semanales. Y seguramente se hubieran escandalizado con los “excesos” de Mozart, o de Vincent Van Gogh.
No hay que ser profeta para advertir que el día que Maradona terminara con Maradona bajarían de los altos cielos sociólogos y moralistas blandiendo su jodido dedito de acusar. Entonces –ya se está viendo– sembrarán este mapa de memorables epitafios y moralejas. Entonces tendremos una flor, una preciosa oportunidad para determinar, con rigor de censo, el porcentaje de mal paridos que habita el generoso territorio patrio. A propósito: por estos días ha asomado, como era previsible, la incontenible mezquindad de la señora Bullrich.
Posdata 1
Maradona nos acostumbró a sus resurrecciones. Siempre criatura. Siempre creatura. Para colmo, afuera de la cancha, desplegó una inteligencia muy superior al promedio de los habitantes triunfalistas. ¿Quién soporta semejante fama y trascendencia? No había lugar en el mundo en el que Maradona pudiera “ser un nadie” por un día entero. No pudo y no podrá pasar desapercibido e inadvertido. Vivo o en un ataúd está condenado a ser más famoso que el más famoso de los estadistas, más famoso que el Papa.
Preguntas que debiéramos hacernos antes de desenfundar el fácil dedito de acusar: ¿Cómo alguien puede resistir (sin que los sesos y el corazón le estallen por los aires) el hecho de ser el personaje más venerado del planeta?
Más preguntas para respondernos en soledad: ¿qué hubiera del Diego si se salvaba, si dejaba de habitar la orilla de la cornisa? Pero, realmente, qué preferíamos: ¿que se salvara o que se inmolara? ¿Preferíamos que se convirtiera en “uno más” o preferíamos que produzca una gran tragedia con un velatorio de ésos que inflan de orgullo el pecho patrio, porque así le tapamos la boca al mundo entero?
Pregunta del principio y del final: ¿Qué cuerpo, qué corazón, qué cerebro, sea casi analfabeto o sea cultísimo, lo mismo da, puede soportar ser el más mirado, el más nombrado, el más famoso del planeta? ¿Cuándo tomaremos conciencia, cuándo nos daremos cuenta, ¡cuándo! de que ser Maradona inhumanum est?
El caso es que lo imposible acaba de suceder. Y nos parece mentira. Es evidente que Diego Armando Maradona se cansó de resucitar. No a los 60, murió a los 600 años de su edad. Y no descansa en paz; descansa en intensidad. Como corresponde a su condición humana. No fue feliz, pero cuánta, cuánta felicidad nos dio.
Otra posdata más
No hay vuelta que darle: lo dicen los televisores, lo dicen las radios, lo dicen los diarios, lo dicen las portadas de los semanarios del mundo entero: “Murió Maradona”. Lo dice la poeta y psicoanalista Virginia Perrone: “Ahora sí que se nos terminó el siglo 20”.
Viendo el incesante desfile de las decenas de miles que estos días quisieron ir a despedir al Diego, uno se rinde conmovido ante el amor incondicional incondicional siempre incondicional de tantos y tantas que arrojaron ramitos de flores o dejaron banderas pintadas a mano al costado del ataúd.
En el incesante desfile, entre tanto, observamos a un reportero con micrófono que detiene a un padre. Es un hombre de piel marrón, que tiene alrededor de 40 años; viene desde San Martín, plena provincia de Buenos Aires. Trae de la mano a una nena de unos diez años, es su hijita. El hombre explica: “No podía dejar de hacerlo, quise venir con mi nena a despedir al Diego… Anoche dormimos un ratito, nos levantamos a la tres, tomamos dos colectivos, caminamos muchas cuadras y aquí estamos con mi hija, que me está viendo llorar, diciéndole adiós al Diego”. Vale la pena detenerse en esa travesía de horas. Cómo no conmoverse ante esa travesía y ese sencillo “dormimos un ratito”.
En la infinita cola de los que fueron a despedir al ídolo, rescaté un minuto que sintetizaba este momento crucial que vivimos como país propenso a la orfandad. Una reportera, micrófono en mano, le pidió unas palabras a un matrimonio de unos sesenta años. La mujer tomó la iniciativa y declaró: “Yo de futbol no entiendo nada, pero verlo jugar a Diego me iluminaba el alma”. El marido se bajó el barbijo y mirando la cámara se frenó, se quedó en silencio. Su silencio se alargó, siempre mirando fijo la cámara. Hasta que el hombre, con contenida desesperación preguntó, a todos nos preguntó: “¿Y ahora?”
Ahora habrá que aprender a vivir sabiendo que Diego Armando Maradona ya no saldrá a afrontar los molinos de viento por nosotros.
No saldrá porque, en fin, aunque parezca mentira, se nos ha muerto. Muerto, pero no por insuficiencia cardíaca, como andan diciendo, sino por tenencia de demasiado corazón.
Autopsia mediante, nos acabamos de enterar que tenía el corazón más grande que una casa grande, el Diego. Una casa sin puertas, con las puertas abiertas, siempre.A la casa enseguida podrán entrar ese par de hinchas de Boca y de River que lloran en voz alta como niños, abrazados. Madremía.
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