Por Roberto Follari, Especial para Jornada
Es cierto que el presidente no tiene ni el peso de liderazgo, ni la audacia beligerante de Cristina de Kirchner. Pero de ello no se sigue que las diferencias que hay entre este gobierno y los de Cristina dependa sólo de la voluntad menos antagonista de Alberto Fernández. Por el contrario, creemos que los factores que hacen más difícil el presente son estructurales, y que el cambio de ministro de Economía por el que claman Larroque y otros, probablemente no redundaría sino en nuevos y flagrantes problemas de desequilibrio macroeconómico.
Vemos por tv –en la muy poca que es afín al oficialismo nacional- periodistas de más voluntad que conocimiento, desgañitarse repitiendo lugares comunes: que la cuestión es confrontar, que los pobres están muy mal (como si alguien no lo supiera), que el acuerdo con el FMI nos tiene atados, y parecidas reiteraciones más cercanas a la consigna que al concepto.
Si se confronta y se pierde, no se llega muy lejos: Vicentín falló no sólo por supuesta debilidad del gobierno sino por falta de cálculo político previo, en lo cual el kirchnerismo tuvo parte de la responsabilidad. No sólo de confrontar se vive: aún una exitosa Cristina en sus dos gobiernos debió doblegarse cuando la 125, y también cuando la derrota de la reforma judicial. Que el acuerdo con el FMI es problemático, vaya noticia. Pero ya había acuerdo antes de firmar el nuevo, y si ahora hay queja por la inflación, no queramos saber la que habría si no se hubiera firmado: con la corrida bancaria del caso, estaríamos quizá en un dólar de 400 ó 500 pesos, y en una hiperinflación de proporciones inimaginables (legado de Macri, por cierto, pero del cual ni Guzmán ni tampoco cualquier dirigente kirchnerista podrían salvarse).
La confusión en los conceptos económicos –y sin que quien escribe sea experto en el área- luce realmente pasmosa. Se grita que “la inflación es un impuesto a los pobres” hecha desde los ricos, lo cual es una falacia. Hay vivos que aprovechan en la cadena distributiva y comercial, por supuesto: pero ya fue Feletti allí, y poco pudo hacer. Y ello, simplemente porque no es mago: la inflación es un fenómeno macroeconómico/estructural, no una cuestión de algunos que suben precios.
Si se trata de que la mayoría de los empresarios son avaros, en todos los países lo son, y en la mayoría no hay la inflación endémica de la Argentina. De modo que el problema no es la avaricia empresarial. Si se cree que todos los de la cadena intermedia se favorecen con la inflación, se dice una torpeza: a pocos les sirve no poder calcular nunca cómo van a pagar el stock la semana siguiente, de modo que tienen que sobrevivir en una incertidumbre donde algún pícaro saca ventaja, pero donde la mayoría está sometida al rigor de no poder saber si podrá reponer la mercadería vendida, y a qué costo, pues si cobra a plazos, cuando reciba su dinero éste ha de valer mucho menos. Ante tal situación todos se cubren, pero ello no es una cuestión perversa: es el único modo de enfrentar la situación.
Se denuncia a la vez la alta inflación y el no suficiente aumento de salarios, como si con buena voluntad se pudiera resolver las dos cuestiones en un mismo momento. Es cierto que se requiere mejoras salariales, pero es muy probable que las mismas produzcan efectos inflacionarios.
Por supuesto, se abalanzarán contra esta idea los que claman que no, que la inflación no es problema de emisión. Pero vaya si la emisión que hubo que hacer obligadamente en la pandemia no es parte de la inflación actual. Se ha confundido la idea de que la inflación es multicausal –no depende sólo de la emisión, como se demostró en tiempos de Macri-, con la pretensión de que la emisión no tiene efecto alguno en la inflación, lo cual es un contrasentido.
Se postula que la inflación es “un impuesto a los de abajo”, y para resolverlo se propone aumentar salarios, con lo cual esa inflación ha de subir. Se propone desvincularse de las exigencias del Fondo Monetario, como si ello no nos obligara a pagar inmediatamente lo pautado por Macri en su momento. En fin: se postula lo imposible, en nostalgias de tiempos como los de Cristina en la presidencia, cuando el capital tenía menos restricciones a nivel mundial, no había pandemia ni guerra en Europa, y la derecha no había aprendido a ganar elecciones, a inventar otra derecha aún más recalcitrante y sostener el lawfare como presión mediática y judicial permanente.
Se pide lo imposible: los sueños no tienen límites. Desde allí, la confrontación hacia Guzmán –y a menudo hacia el presidente- es enorme. Y lo triste, es que no hemos escuchado una sola idea que sea capaz de sostener mejoras salariales, y que evite a la vez la espiral inflacionaria. Porque aumentar los salarios cuanto antes y cuanto más, producirá fatalmente ese efecto en los precios: de modo que un plan integral, debe ser más claro que la sola idea de “poner dinero en el bolsillo de los trabajadores”, aunque esto último sea una necesidad indisputable.
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