Siempre hay motivos.
Siempre.
Hay motivos para llorar cuando las tristezas nos rebalsan.
Cuando la angustia se nos viene desde el estómago hacia arriba y nos satura y agobia.
Entonces las lágrimas nos salen sin permiso y se nos encoge el corazón…
y se nos enturbia la mirada.
Por Emilio Vera Da Souza, Redacción Jornada
Los motivos pueden ser varios.
Falta de visión hacia adelante.
Amores contrariados.
Ausencias sin razón.
Cariños esquivos.
Angustias económicas.
Muertes de seres queridos.
Injusticias y soledades de miedo.
También hay motivos para andar con pasos firmes.
Con fuerza inusitada. Con pasión de fuego.
Con actitud audaz y pensamientos productivos.
Con las mejores ideas y con las ganas de planes y proyectos que funcionan por la inercia de la práctica basada en la inteligencia y en las ideas mejor pensadas.
También sucede que hay motivos para andar nostalgiosos. Con los recuerdos epiteliales. Con los poros abiertos. Con la mirada atenta. Con la piel sensible. Con los sentidos más sentidos que otros momentos.
Hay otros días que los motivos están montados en la cabalgadura inadecuada…
y nos movemos como si tal cosa,
sin saber muy bien por qué,
pero intentando encontrar eso que ya sabemos que no quiere revelarse
y que no nos ayuda a entender ni a saber qué quiere decir,
ni cómo ni cuándo.
Ni dónde.
Ni cerca pero no tan lejos.
Por allí.
Más o menos.
Sin prisa pero sin detenerse.
Por otro lado hay cosas que invariablemente están quietas.
Pétreas. Sin gesto. Sin cine. Sin velamen que les motorice.
Cosas inanimadas cuya impronta pareciera que es enraizar sin remedio.
Pero el motivo no se deja y completa la actitud de estatua.
De infinita ausencia de traslado.
Motivo abulonado a tierra firme.
Hay otros motivos que nadie sabe, pero todos piensan que sí.
Motivos irreales pero que dan sustento a ideas peregrinas
basadas en la nadería de lo que nunca antes, pero nada de nada.
Motivos sobrados.
Motivos como excusa.
Justificables fundamentos en oferta que se esgrimen a falta de mejores argumentos.
Motivos pret-a-porter.
Hechos para el momento necesario sin que tenga otros usos.
Pero los mejores y más profundos motivos son los que se perciben sin demora.
Los motivos que alcanzan para saber que la certeza nos acompaña, que la claridad nos deja ver lo que se viene.
Esos motivos son los mejores compañeros.
Son los que nos permiten dar el paso necesario.
Llegar cerca de quien nos espera.
Pasar la mano por el hombro.
Acercar la boca al oído.
Decir la palabra adecuada.
Dejar actuar a la certeza.
Esperar la respuesta necesaria y sentir que funciona como esperábamos.
Que el motivo era fuerte.
Que nada lo detiene.
Que está basado en los mejores y más certeros pensamientos.
Que es un combustible potente.
Que impregna todo el espacio disponible.
Que impulsa. Que avanza.
Motivo entusiasta. Sin demora.
Impulsor de las acciones más intrépidas posibles.
Esos motivos son los que provocan lo diferente.
Las mejores pasiones vienen de esos motivos.
Las noches más intensas.
Las lunas más luminosas.
Los besos más apretados.
Las explosiones de alcoba más ruidosas.
Algunos piensan que todo es lo mismo.
No pueden ver matices.
Ni ocultos detalles.
Algunos tienen un conformismo lleno de lugares comunes.
“Es lo que hay”, dicen con una certeza casi marcial.
Como si no se pudiera mejorar nada.
Como si el destino fuera marcado en las líneas de las manos,
de la piel, de los mapas, de los libros sagrados.
Otros dicen “nada” y efectivamente no tienen nada que decir.
Es época de buscar motivos.
Y agarrarlos con dos manos.
Y no soltarlos.
Y meterlos por las venas.
Con hipodérmica actitud.
Para poder saltar el cerco.
Para pisar el césped de los parques, cortar las flores de jardines ajenos.
Robar besos.
Despertar gemidos.
Generar suspiros.
Hacer que algo valga la pena.
Y que se queden allí… adentro, encajados, ansiosos, exultantes, impulsores.
Motivos como peces en la boca.
Como hielos en los bolsillos.
Como los agujeros redondos de los quesos.
Motivos inconfesables.
Para poder verte en cada gesto.
Motivos ilegales.
Motivos sin sentidos.
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