Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Escribo con los ojos casi cuajados de lágrimas, aunque no alcanzo a saber por qué. ¿Sé por qué?
Anoche tuve una conversación con un tierno y bienintencionado muchacho acerca de cosas trascendentales. Con «trascendentales» quiero referirme a «todo lo que se encuentra más allá de-». De pronto, al recordar nuestra conversación, y al reordenar mis pensamientos para poder enfrentarme a este artículo, sonó en mi interior eso del «eterno retorno», esa noción estoica que, pasando por varias manos, encarnó en Nietzsche en La Visión y el Enigma, del capítulo 7 de su Zaratustra. Recién concluido el primer parrafito de estas mis palabras, decidí pasar revista al libro para refrescar conceptos.
¡No me importa! ¿«Conceptos»? ¡Qué raro suena eso de andar buscando conceptos! Circunscribir, circunscribir; reducirse a una idea ¡Qué temor y qué temblor me produce eso! Sin embargo, es una gran tentación y es una muy penosa condición de nuestros tiempos: ser ideas (si acaso tal cosa es posible). Entonces, leído el capítulo, cerré el dichoso libro y volví a mis palabras, que son, aunque todavía no lo parezcan, palabras que prodigo al inminente acontecimiento: el Año Nuevo.
¿Dije «ojos cuajados de lágrimas»? Sí, claro. Y no solo eso, también sentí —siento— una leve presión en mi pecho; pero se trata de una presión que parece brotar de mis entrañas, digo: que mis entrañas se encuentran como impulsando mis confines, a la manera de aquella persona que intenta librarse de múltiples ataduras. «¡Que eso es angustia!», podría proferir alguien; también podría considerarse justamente como ansiedad, pero yo creo que es algo un tanto más esquivo el… sí, ¡el concepto! de esta mi condición.
Pienso tan solo en que el tiempo se deshace, que el tiempo rehúye de nuestras manos con premura, y que consigo se lleva sus dones y nos deja desahuciados; nos deja en las vías del tren, sin tren, sin estación y sin vías. «Todo termina», así, con semejante rotundidad, me suenan ahora estos tiempos; «¡Todo acaba!». Se trata de un tiempo muerto y de un tiempo de muerte. El pulso levísimo de las horas de la víspera, con su calma solemne y extática, nos vaticina el porvenir: se aproxima el apagamiento; el término; el fin. (Regresan ahora mis tibias lágrimas).
¡Ha sido un año tan agitado! Pero de pronto cesa el primer furor que incita la exclamación. ¡¿Qué año no es uno agitado?! ¡¿Y qué vida no recomienza cada vez; cada día?! Entonces me detengo… Recomienzo: ¡¿Qué año no es uno agitado?! Así ha sido este que abandonamos, para ir a dar con otro en el que todos los avatares de nuestra vida se verán convulsos y nos veremos nosotros llevados por los designios de lo ineludible. ¿Quién, por mucho que se empeñe, podrá evadirse de la mano insuperable del futuro?
Tiempo hace que diversas cosmogonías establecieron la palingenesia, la resurrección, el círculo eterno, el regreso a los inicios, etc. Y en realidad —lo sé también— hoy no ocurre nada, no ocurre gran cosa. Es, como hay quienes dicen, un día como cualquier otro. ¿Qué le hace a uno esto del Año Nuevo? No es más que una fecha; no son más que pamplinas. ¡Nada! Lunes, martes, miércoles, ¡siempre lo mismo! ¿Quién nota el cambio? ¡¿Y por qué dejarse engañar?! Pero hay que tener cuidado con los engaños; tanto cuidado, que el primero en sospechar ha de ser uno mismo, ya que ocurre que las más de las veces nos engañamos como de incógnito, esperando hacerlo a costa nuestra y por nuestro propio bien, ¡vaya una contradicción!
Al menos, hay una cosa que es segura, esta fecha es un símbolo, y lo que los símbolos tienen a favor es que no pueden ser o no reales, sino que remiten a una porción de lo real (o a lo real mismo), y graciosamente permanecen indemnes; lejanos a los ataques. ¿Y cuál es el símbolo? Que una vida recomienza. ¿Y acaso tal cosa no ocurre cada día, cuando volvemos a despertar? Es natural, pero nunca tanto como hoy llegamos a recordarlo tan vivamente (y vivamente es carnalmente, con toda la fuerza de nuestra razón y nuestro sentimiento). Digo: nunca tanto como hoy sentimos de forma tan meridiana la existencia a la que nos encontramos sujetos; cada quien, cada cual. Y por eso, creo, mis ojos se bañan y renuevan con el baño; por eso mi lloro de despedida; por eso mi lloro de esperanza. Porque espero que esta vez, una vez más o de una vez por todas, despertemos a la vida y abracemos la vida que comienza. Como cada día, cuando volvemos a despertar, pero hoy: más que nunca. ¡Hoy, para siempre!
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