Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Tiempo hace que me cuestiono si no me estaré volviendo cínico. Es cosa que me parece decididamente trascendental —llegar a saber con certeza sobre mi condición, digo—. Incluso fue algo que consideré con detenimiento al principiar esta semana; pues a la vez que un visible (¿o debí haber puesto «visible»?) número de comprovincianos pareció haber despertado en otro mundo, en otra realidad, en una vida desagradable, yo me sentí reverdecer y andar con ánimo ligero, me sentí brioso y satisfecho. Yo sonriendo y mis convecinos como agonizando.
Sucede que nunca antes me había ocurrido —y soy categórico: nunca antes— el haberme visto sorprendido de pies a cabeza por mi país; nunca antes Argentina había logrado desacomodar mis pretendidas certezas y hacerme zozobrar en una corriente de novedad. ¡Javier Milei ganó las elecciones PASO! No podía salir de mi asombro y tampoco podía, más allá de saborearla, explicarme por qué iba a yo sentirme satisfecho con un resultado semejante. ¡¿Votar a Milei?! ¡¿A quién se le hubiera ocurrido?! Pues que de inmediato reverberaba en mi interior la respuesta incólume: «A más de un tercio del país» (De los tercios votantes, claro). ¡Qué pintoresco! ¡Qué risa… ¡¿cínica, bronca, melancólica, resignada?! ¡No! ¡Risa traviesa, pícara, jocosa! (Pero antes de que tengan tiempo de emitir queja alguna, les aclaro: No, no he votado a Javier Milei. Por eso que se explica mi entusiasmo y a ello voy de inmediato).
Tuve otrora una risa acibarada por mi país, una de tipo lastimero y tonto, una risa desdeñosa que era poco menos que un alzarse de hombros: una risa sepulcral. Pero ha venido a ocurrir que mi país trazó un giro de guión que no hubiera tenido el arrojo de vaticinar siquiera jugando. Tal así que Argentina podía ser otra, ¡o mejor!, podía expresarse de una forma novedosa. ¡Qué golpe de viento! ¡Qué mudanza abismal! Argentina se evadió a sí misma no sé cómo. ¡Qué fenomenal! Me siento en esto como un espectador atónito que se alegra de lo imprevisible, porque lo imprevisible apareja siempre un destino inimaginado. Digámoslo de esta manera: lo imprevisible nos sitúa en todo momento en el torrente de la vida que siempre lleva la delantera y nos dirige (como habremos de asumir tarde o temprano). El acontecimiento inusitado nos planta frente al devenir que es eternamente sorpresivo. ¡¡Qué sorpresa!!
Y, pese a ya haberlo dicho, señalo que es por esto que mi risa no es cínica, porque mientras mis contemporáneos vocean que la catástrofe ha eclosionado, yo permanezco en la contemplación de un suceso nuevo. Cuando todos debiéramos estar escrutando el presente, paladeando el sabor de estar vivos en lo incierto, los más se precipitan y alocan, se turban y agolpan pregonando el apocalipsis. ¡Qué pérdida de tiempo! ¿Habremos de decir una vez más que hay que apelar a la detención para conocernos, que solo quien se refrena y contiene conoce más de su naturaleza e impulsos?
Pero existe todavía una razón que es, quizá, el motivo más acendrado de mi alegría espontánea: Argentina vive una democracia. ¡Así es! Aunque su servidor ya casi se haya acostumbrado a vivir en una falacia con demarcaciones, una mentira a voces con carta magna y provincias, al final del asunto parece que se trata de una república. ¡El pueblo ha dictado su veredicto! (Por más que tan solo sea parcial). A contrapelo de los intentos oscuros, tiránicos de una tradición política que se sirve de atezar las pretensiones que no se avienen con sus intereses, el menos pensado se llegó hasta el podio político. ¡¡Qué respiro!!
Todo esto nos indica que para cualquier habitante de nuestro suelo (casi como reza nuestra Constitución) parece posible encaramarse al sillón de Rivadavia; parece que puede esperarse algo distinto de un país atenazado por la pereza; parece quedar en evidencia que es hacedero ejercer nuestra responsabilidad civil, inalienable en tanto ciudadanos.
Solo resta esperar a las elecciones definitivas y vigilar con celo inimitable a cualquiera que desee oponerse al voto del pueblo soberano, a cualquiera que ponga cerrojos a la volición popular. En cualquier caso, ese será el único que cometa un acto injusto, reprensible y censurable. Democracia es acomodarse al voto mayoritario, para bien o para mal del juez de turno, todo aquel que no condiga con esto es el único envilecido (y se me ocurren, para ilustrar el caso, no pocos colores políticos de nuestra historia).
¡Ha ganado un inesperado! ¡Tanto peor para quien no ame la democracia! ¡Tanto peor para los que solo se aman a sí mismos!
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