Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Hace pocos días me encontraba en una parada de autobús. Estaba por subirme al transporte, cuando por casualidad posé mi mirada sobre una pancarta que intervenía un cartel publicitario. La leyenda decía: «Todos somos mapuches». Lo primero que pensé, de manera súbita y sin siquiera poder anticiparme al pensamiento, fue: ¿«Todos», quiénes? Y comencé a sentirme presa de una fuerte indignación. La naturaleza de mi inquietud es bien lógica en verdad. Ocurre, gente querida, que me pone de los nervios la hipocresía —reiteradas veces lo he dejado claro—.
Ahora resulta que, como no quedan posiciones que reivindicar, luego de que el gobernador profiriera sus frases —desafortunadas, es cierto—, acerca del conflicto que existe en el sur con algunos miembros de las comunidades mapuches, ciertas personas se ubican en la posición de embajadores. Yo me pregunto, ustedes perdonen: ¡¿acaso alguien que no sea parte de la comunidad mapuche puede entender sus reclamos y comprender sus padecimientos?! Porque es claro, más de una persona se vería llamada a argüir que es tan solo una cuestión de empatía y demás, pero seguiría evadiendo el hecho de que no, no es mapuche ni lo será.
Sin embargo, permítanme expresar todavía cuál es mi punto, y ruego por favor que nadie se alarme hasta no haber sonado el último tañido de mis palabras. Mi punto se cifra en el hecho de que estoy muy persuadido de que más que defender la causa mapuche lo que se busca es ir en contra del poder de turno. Un buen número de las personas que engrosan las filas de las causas que están a la orden del día, no hacen más que ubicarse en el sitio donde mejor se les acomoda la queja y el malestar; en tales casos, las «luchas» son tan solo una manera de exhalar sus enconos particulares.
Porque tal parece que cualquier hijo de vecino, nacido en esta ciudad y viviendo a sus anchas, comprende de manera cabal la condición de los pueblos marginados por la historia. ¡Y no crean que tan solo me encuentro estableciendo hipótesis! Tengo muy cerca a un considerable número de gente que dice estar a favor de la reivindicación de vaya a saber cuántas cosas, pero que en un contraste penoso viven una vida de extrema laxitud. No puedo imaginar otra cosa: ven la vida como por televisión (pues no existe queja más cómoda y al alcance que aquella lanzada desde el mullido reposo).
¡Pero es todavía peor! Existe una suerte de demagogia ya muy arraigada, que elabora un sincretismo escandaloso de doctrinas, religiones, políticas y demás, que hace a uno perder la cabeza (y que, por otra parte, demuestra el escaso rigor de muchos por construir un juicio robusto). Y para agravar el panorama, nos ocurre hoy que palabras como las mías serían duramente reprimidas si algunos encontraran ocasión de lograrlo, porque el mismo día de los infortunados dichos del gobernador, escuché que «debían destituirlo» por sus expresiones; que se debía hacer algo para «bajarlo» de la gobernación. Es claro, la persona de la que hablo es una que se encuentra declaradamente en contra del partido de Suarez. Pero detengámonos un segundo. ¿Destituirlo? ¿«Bajar» a un gobernador por haberse expresado de mala manera? ¡Sin dudas esto es nuevo! Claro, es que es otra cosa la que tenemos entre manos. En verdad se quiere destituir al que piensa diferente —se exprese o no de forma adecuada—. Porque es de una desproporción ridícula imaginar tal desenlace para nuestro gobernador, ¡más todavía teniendo en cuenta las cosas que sí solemos tolerar en este país! No, no se trata de ser correctos, sino de serlo para nosotros —para la cohorte, para los prosélitos—. De aquí que me indigne la tanta hipocresía.
Pero esta acritud mía, esta forma tan punzante de expresarme, seguramente alterará a más de uno; y no faltará ocasión para que me tomen como alguien afín al gobierno de Mendoza, etcétera, pero fallarán en su presunción. Tan solo abogo por la rica individualidad y me alzo en contra de la masa, porque la masa, a fuerza de integrar, desintegra.
Terminaré esto citando unas sugestivas palabras de Orwell:
«Cambiar una ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad “gramofónica” repetitiva, tanto si se está como si no de acuerdo con el disco que suena en aquel momento».
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