Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Mañana, es decir, el viernes 04 de agosto, se cumplirá un nuevo aniversario de la muerte de papá. Por lo general es un tema que trato con cierto recato, pero es el caso que no estimo hacedero esquivar el bulto precisamente tan de cara al acontecimiento; esconderlo frente a ustedes, que digo.
Suelo tratar con comedimiento el asunto, pero es más una precaución que tengo con mis interlocutores que un escrúpulo personal. Por ser claro, les diré: en más de una oportunidad he sido reconvenido por hablar de tal o cual manera sobre la muerte de mi padre. Sin embargo, esas maneras no son más que los frutos de una candorosa nostalgia y una esperanza irrefrenable. Les diría todavía: hablo de la muerte de papá como ese cristiano que aspiro ser y que quizá solo alcanzo en tales ocasiones; hablo con estiramiento y armonía, pero me ha ocurrido que me traten con descaro al escucharme. Así, no han sido pocas las veces en las que me han soltado un: «Esperá, tranquilo… Ya será tiempo. ¡¿No has escuchado sobre el “duelo retrasado”?!»; «Yo todavía no me recupero de la muerte de mamá ¡y eso que fue hace años!… ¡Qué raro que hables así!»; «¡Dale! ¡Terminá de filosofar, Alé! ¡Hablá desde el sentimiento!». (He citado casi exactamente cada desairada expresión, sobre todo la última).
Siempre he quedado del todo asombrado por recibir tales aguijones; casi parece que quisieran matarme a papá de una nueva forma; que quieran de mí jirones, ¡túrdigas! Yo con amoroso acento y ellos lanzando feas estridencias… Matarme a papá de nuevo, digo, porque esperan de mí una emoción alternativa. ¿Ven ahora por qué el aludido recato? No obstante, no ha sido siempre así como han reaccionado mis semejantes, en más de un caso me han oído con el corazón, fundamentalmente —y como no podía ser de otro modo— mi amada Johana a quien le estoy incansablemente agradecido.
Allí arriba puse lo de «ese cristiano que aspiro ser». Me refiero yo a que, si se confía en la Palabra, uno ha de desear la vida y su continuación todo lo posible, uno ha de inclinarse hacia la vida perdurable, de tal suerte que no vea delante de sí más que un sendero que se inmiscuye en las estrellas hasta hundirse en el infinito. (Y yo veo a papá con paso ligero —no ya con su cansado paso— andando aquel camino).
En el año 2022, para esta misma fecha, les escribí una columna que se llamó Mi padre hacia la vida definitiva, allí mismo les contaba yo que al verlo en emergencias, al ver su cuerpo yerto y lívido, al ver su clorosis difundida vi también su sonrisa tenue… y lo supe de inmediato: «¡Papá se fue!». No lo vi irse, fue demasiado veloz; no hizo ruido, ha de haber sido maravillosamente liviano; no dejó nada, eso que veía yo era una representación casi abstracta de lo que fue (fehacientemente injusta). Papá dejó el mundo y al instante tornó en una presencia abrumadora, incontenible, ubicua. Nunca tanto como entonces papá estuvo presente; se fue para multiplicarse; se fue dejando uno particular para cada quien, un Jorge para cada cual de su público, uno para cada uno de sus amigos, uno para cada uno de sus hijos. Murió Jorge Sosa y como por encanto nació innúmero; murió y se ramificó como sus decires que ahora son de todos.
Entonces, es dado preguntarse: ¿Murió papá tanto como se podría esperar? Pues para el ateo o el agnóstico, al menos quedó su obra en otros, por lo que su presencia —aunque difusa— acusa un presente, y para el cristiano, como es mi caso, no podría morir como fuera, haya o no dejado obra alguna, haya o no descollado, lo haya o no querido.
Fuere como fuere, quizá alguien pueda pensar todavía —como algunos de mis polemistas— que mi forma de tomar la muerte de papá, siempre que no se trate de una ominosa impostura, depende de un razonamiento o de una superstición, pero yo le diría que no, que una superstición deja ver mucho antes desagradables evidencias y que razonar un sentimiento es poco menos que una impiedad.
No, mis caros lectores, nada de lo anterior. Incluso, si queda parte en mí que sincerar todavía a este respecto, les diré que no sé muy bien de qué modo esto ha funcionado para mí, no sé cuál fue el bendito permiso que tuve yo para no descorazonarme, pero esta libertad emotiva me ha permitido siempre tener a quien fue mi padre como una sombra de luz sobre mi obrar, día y noche, y hasta ha revestido el sabor del café que bebo: un dejo a sus palabras y su mirada atenta que sobre mí ponía cada tarde conversada. Lo veo mirarme, sorbo a sorbo, hablarme con menuda voz.
Papá no ha muerto, ha comenzado para siempre.
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