Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Tengo ahora una algo baja atalaya desde la cual observo el discurrir enfebrecido de los urbanitas. Mi calle: una de las avenidas más eminentes de la ciudad, curiosamente inquieta, rodeada de establecimientos muy concurridos. Un estrépito incesante de vehículos, una cortina de voceríos y ocasionales crepitaciones son mi compañía inevitable. Casi me siento como Bernardo Soares (¿o debería decir Pessoa mismo?) observando desde su Rua dos Douradores un acontecer irrefrenable que figura un movimiento que al espectador resulta inverosímil.
Cada tanto, extravío mi mirada en los pasos de los viandantes que se deslizan por la vereda de enfrente; van y vienen como una marea vacilante, y es común llegar a presenciar más de un acontecimiento pintoresco por día. En tan solo algunos metros —que son lo que alcanzo a ver si permanezco acodado en mi ventana— un minuto cualquiera puede regalarme numerosas escenas lamentables, pero también inesperadas delicias. Fueron aquellas, simultáneamente, las escenas que se me presentaron el fin de semana que pasó.
Casi alcanzaba mi casa luego de acompañar a Johana a su negocio cuando la vi: una muchacha significativamente alterada —y muy seguramente narcotizada— clavaba estridentes insultos a un muchacho que no parecía encontrarse en muy mejores condiciones. Pasé por su lado, momento en que decidieron retorcer sus rumbos torcidos: ella se alejaba del joven exudando insultos; él no se quedaba atrás, al paso le hendía un: «¡¡Usá forros!!». Por breves segundos nuestras miradas se encontraron, yo seguí inmutable mi rumbo.
Llegué a casa y comencé mis labores en el acto; mientras los minutos se derramaban, volvía a escuchar por episodios las broncas de los sujetos. Al cabo de un tiempo, los vi caminar con prisa por la vereda de enfrente como imitando una danza maldita, perdida, sin remedio. Atravesaron el frontispicio de un local de comidas, justo ante mis ojos, y la triste compañera arrojó un cartel de gran tamaño a su enemigo —aunque, quizá, sin intención alguna de golpearlo más que de pedir un auxilio ahogado—. Él reía y se abalanzaba sobre ella con ánimo divertido. Su estela sombría permaneció algunos segundos en el ambiente, hasta que ocurrió: un señor con andar maltrecho, renqueando y dando pasos tímidos, se detuvo frente al cartel y lo ubicó en su lugar original; luego, siguió su rumbo sin siquiera detenerse a considerar su acción benefactora, ¡pero yo estuve ahí para observarla!
De súbito, recordé que yo, hace años, con casta voz, escribí a un querido amigo lo que sigue: «Todo sucede en armonía, aunque desconozcamos su perfecto opuesto. Y he aquí que la noche precede al día y viceversa». ¡¿Habré sabido yo qué verdad logré alcanzar aquella vez?! Sé muy bien que no, aunque no haya dejado siquiera por un segundo de atender la inexplicable y profunda consonancia emotiva con el pensamiento.
Una mañana enrarecida, un cielo caliginoso, una calle ausente, un sábado ya triste y el baile despreciable de esos dos que asolaba la esperanza, hasta que de pronto, la acción pasajera de un caminante accidentado volvió a ubicarlo todo en su lugar. ¡Todo sucede en armonía, aunque desconozcamos su perfecto opuesto! El hombre de entrecortado paso situó en el redil de la compostura a esta vida que bascula; habiéndolos visto, encontrándose a tan solo unos metros, no interrumpió la borrasca de aquellos endemoniados: se limitó a ordenar una porción de un desastre que no le pertenecía y así, como por encanto, me ubicó las emociones y despejó mis cavilaciones sobre este mundo de dolor. ¡¿Cuántos otros caminantes habrán sabido colocar en sus anaqueles los libros que por impertinencia, capricho y egoísmo habré arrojado lejos y a la suerte?! ¡¿Quién ha obrado por mí a mí favor; quién ha enmendado mis actos torpes y mis actos viles?!
A ese caminante quiero dirigirme, a todos aquellos que, como cantó Machado, hacen camino bajo sus pies:
No detengan su andar que sus pasos nos vindican a todos. Siguen ustedes sus huellas sin saberlo, dejan para nosotros la dirección y el sendero. ¡Gracias a los anónimos correctores; a los enmendadores sin voz! ¡El mundo continúa alzándose por su marcha!
Nunca lo he visto más claro: Todo sucede en armonía, aunque desconozcamos su perfecto opuesto.
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