Nora se escuchaba con esa metálica voz tan propia de las conversaciones telefónicas; hablaba con nosotros en el programa radial que llevamos adelante los sábados. Ella es descendiente directa de ucranianos y toda la vida ha llevado el signo de la persecución y el aniquilamiento propios de un pueblo vapuleado. Entre chasquidos de estática, Nora nos decía: «Para nosotros, esas bombas tienen nombres… Esta guerra tiene el nombre de nuestros parientes». Y es claro, aquellas ojivas que surcan el cielo de Ucrania —cielo tan lejano para nosotros—, en verdad surcan la cerviz de hombres, mujeres, niños y ancianos; de gente como uno (aunque tan lejana).
Es difícil —lo sé bien— enfrentar la tarea de escribir sobre estos temas sin llegar a ser demagógico, sin querer despertar emociones y comandar voluntades. Empero, tal cosa ocurriría si acaso quisiera yo granjearme algún beneficio personal con esto, pero si tal fuera mi intención estaría irremisiblemente perdido, y yo creo —por eso escribo— que nadie lo está todavía (¡y que por eso escribo!).
No puedo evitar sentir un profundo rechazo, una repugnancia sin parangón, al observar de qué manera, frente a una situación que pocos hubieran esperado presenciar en pleno siglo XXI, tantos se detienen en disquisiciones ideológicas; de qué manera, ni bien comenzada esta guerra execrable, hay tantos que se debaten entre su legítima o ilegítima existencia. Y es lo que a mí me lleva a observarlo todo con horror, ¡como si acaso fuera posible declarar como legítimo cualquier enfrentamiento armado! (No sin algún dejo de ironía, suelo pensar que no es más que una actitud consecuente, tratándose de una sociedad tan, pero que tan biempensante).
Y no puedo evitar caer ahora —como tantas veces— en el bueno de Sabato, y recordar sus palabras cuando asegurara que, cuando pretendemos explicar lo general, abstraemos lo particular. Yo creo que tiene total razón y que, por eso mismo, es terrible. Esta nuestra sociedad tan marcadamente positivista, se explica todo a través de principios generales, ignorando que cualquier generalidad se compone de particularidades; de individualidades, en el mejor de los casos. Cuando hablamos de una guerra, cuando nos referimos a una guerra a secas, todo toma siempre la forma de hazañas curiosas, actos heróicos, crímenes atroces, espectaculares combates, en fin: de abstracciones. Pero nos olvidamos, al pensar en la guerra, que en efecto acontece; que es una realidad prístina y que no admite matices: se trata del aniquilamiento del hombre por el hombre. Poco importan, en verdad, las diferentes elucubraciones que podamos hacer, porque el pensamiento nunca toca la realidad, y es aquí donde damos con el primer y último conflicto: permanecemos lejos, y es esa misma lejanía —desde un comienzo instalada— lo que nos impide sentir lo que ocurre.
Así Nora, que cuando hablaba con nosotros en el aire de la radio, sollozaba y refería que se trata de nombres, que todo para ella tiene nombres; la guerra tiene rostros conocidos, ¡no es una abstracción! Y de aquí mismo que, quienes consideran la guerra tan solo como un hecho histórico, puedan hablar de ella sin recogimiento, sin temor, sin temblor… que expresen sus pensamientos sin el menor escrúpulo y que luego, ¡tan campantes!, puedan volver a sus asuntos como si nada hubiera pasado. ¡Es preciso que reconozcamos a los demás como prójimos, y —más que semejantes— como iguales en exacta medida! Tan solo de esa manera podremos considerarlos como merecen.
Nuestras maneras tan del siglo nos hacen fríos ante los padecimientos ajenos, incluso nos abroquelan frente a ellos; como diría mi padre: «Nos arman de armadura». Pero no andamos solos la tierra ni solo a nosotros pertenece: habitamos un suelo común, y hemos de hacerlo fructificar por y para todos. Debemos atender con cuidado que lo que sufre un solo individuo en todos se siente, ¡y no, no como abstracción!, simplemente como natural correspondencia; porque nos pertenecemos y justificamos (todavía, aunque las más de las veces tardemos en aprenderlo).
Las lágrimas de Nora lloran sus nombres lejanos, lloran sus sustantivos (que lo mismo quiere decir: existentes); lloran la existencia amenazada de sus queridos. Llora porque sabe que hay individuos como uno sufriendo. Nadie puede descansar, ¡ninguno de nosotros!, hasta que esas muertes no se sientan y ese lloro no se convierta en un canto común por la vida, por la defensa de la vida de los que aún viven, como todavía nosotros... todavía.
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