Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
¿Se han dado cuenta de que hay un llegar de igual modo a las casas? Sí, mis bienamados lectores, hay un llegar de igual modo, un andar de igual modo, un… ¡estar de igual modo! Esta es una cosa terriblemente inquietante, mucho más de lo que cualquier incauto pueda imaginar —y que por eso «incauto»—.
Vamos al punto rápidamente —cosa extraña, como solerán ver—. Ocurre que uno se anuncia mucho antes de las evidencias que podrían considerarse lógicas; uno se muestra antes de aparecerse en una clase de obsceno preámbulo. ¿Qué digo? Veamos. Uno llega a saberse segundos antes de dar con el timbre, tocar la puerta, o aun antes de colocar la llave. Hay algo, ¡ay!, ¡un algo fatídico y abismal!, cosa alguna que nos delata insalvablemente. Un tintinear fugaz, un repicar de pasos, un girar de llaves, ¡en todo vamos como prodigando un recado involuntario!
Podría, esto que digo, ser algo quizá lírico si acaso lo que hacemos no fuera más que una de las tantas caras de la más pedestre cotidianidad, si no fuera más que un acostumbramiento descorazonador. He tenido en la cabeza desde el inicio de estas líneas a mi tan querido, amado Thoreau, mi anhelado hermano de los bosques; él mismo, aventurero de la aurora, abominaba de cierta tendencia a trazar siempre los mismos caminos, al punto de haber dibujado nuevos surcos en la tierra virgen con su inclaudicable comportamiento de andar tozudamente por los mismos sitios, ¡de la misma manera! ¡Y eso que glorificaba la indetenible novedad del bosque; eso que cantaba al sol naciente cada vez!
Yo no sé de qué se trata este hábito de estandarizarse; debo decir que me genera cierta desconfianza, como si quisiera despegarme de un vicio insensible y universal. Pero también lo entiendo, quizá se piense que esto de automatizarse es una de las tantas maneras de librarnos de ocupaciones tontas; tal vez, acaso, de asirnos a maneras sólidas en las que poder observarnos, reconocernos. Quiero decir, puede tratarse por ventura de una forma de apuntalarnos en los modos dejándonos de ellos, y a un mismo tiempo, haciendo algún espacio a nuestro pensamiento para que llegue a ocuparse de cuestiones más elevadas. Digamos mejor, que hacemos las veces de secretarios de nosotros mismos, desligándonos de los problemas menores, como abrir la puerta o llegar con un estilo diferente según la ocasión, para atender lo verdaderamente importante.
Ahora bien, ¿ustedes piensan que por el solo hecho de maquinalizar nuestras acciones estamos más provistos para enfrentar la vida? ¡¿Puede alguien asegurar —aventurar siquiera— que por el solo hecho de sonambulizarnos regularmente en las más variadas minucias somos por eso más aptos para el diario vivir?! ¡Patrañas! No somos más aptos que lo fuera un mandril por la única razón de que le proveen el sustento, como vemos que sucede en cualquier zoológicucho. El mandril queda tan mandril como siempre, nosotros tan nosotros como siempre. ¡Y allí la cosa! ¡Somos tan nosotros hasta para llegar a un lugar! ¡Qué claustrofobia ontológica; claustrofobia tan de ser! (Lo que reviste mis palabras de cierto tono de amargura —quizá no llega a verse— es que seamos «tan nosotros» en situaciones tan toscas y no lleguemos a serlo nunca, las más de las veces, ni en todo lo largo y ancho de una vida).
Suena el picaporte y ya sabemos que es Mariano, tocan el timbre y ya nos figuramos a María en la puerta (y puede darse el caso de imaginar hasta los bocadillos que lleva consigo). ¡No me entiendan mal, por favor! No imagino una vida tan sobradamente estresante como una que requiera de un enfermizo nivel de actualización; es claro que precisamos de modos comunes que ordenen el caos exterior que nos embiste, pero tampoco puedo dejar de notar que en los consensos, en esos tácitos arreglos que día a día establecemos con el prójimo y a los que estamos obligados, los humanos somos muy poco interesantes, deslavados, ramplones, ¡hasta burocráticos! Una vez habituados a una configuración que asumimos decente, nos abandonamos en ella. El celular en el bolsillo derecho, las llaves en el izquierdo, la billetera en el bolsillo trasero, y casi somos eso: una manera de hacer las cosas, un modus operandi…
¡Y tanto que hoy estoy aquí sentado nuevamente para cumplir con mi tarea de acercarles mi clásica nota semanal! ¡Ay, mi Dios!