Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Hoy, de camino al trabajo, casi tropiezo con una paloma; me pareció verdaderamente extraño que el animalejo no se corriera un ápice, al punto de tener que evadirlo o caerle encima. De acuerdo, no me encontraba muy atento ya que siempre voy con un libro entre manos; suelo ir leyendo cuando voy caminando (y ya les he comentado que me considero un caminante por vocación). A este comportamiento algunos allegados lo tildan de extravagante, pero no me lo parece, aunque quizá sí aceptaría la visión que lo tildaría de tautológico, de redundante; algo así como viajar viajando. Pero ¿qué puede uno hacer cuando es demasiado proclive a las ensoñaciones?
Dije que me vino extraño que el animal no se moviera porque yo recuerdo vivamente que, cuando era un jovenzuelo —y lo mismo quiere decir: hace algunos lustros—, las palomas se agitaban con terrible nerviosismo; cuando pasaba cerca de las palomas, digo, se escabullían en desesperado vuelo. ¡Me parecía desagradable que esos animalitos que tanta terneza me inspiraban fueran tan huraños al trato!
Consideraba a esos plumíferos como al objeto amado: soñado con ardoroso anhelo, perseguido con ansia infatigable… siempre distante. Su altiva indiferencia rebullía mi entusiasmo, ¡deseaba yo abrigar su voladura en mis manos! Aquellas pocas veces en las que tuve la oportunidad de cuidar a algún pichón malherido me deleitaba con el roce de sus plumas suavísimas; acariciaba su cuerpo como a un tibio secreto. Sin embargo, sabía que no podía durar, pronto alzaría vuelo nuevamente; pronto me abandonaría, me dejaría ineludiblemente clavado a la tierra oteando el horizonte.
Pero las palomas no son tan solo el fugitivo reflejo de un deseo, también son un inestimable sensor del clima social. Las palomas, cuando Mendoza era todavía más pueblo —que no he dicho que haya sido hace mucho tiempo ni que haya dejado de serlo en alguna medida— se espantaban con la presencia de los caminantes porque les resultaban extraños y amenazantes (cosas que las más de las veces se derivan), pero hoy viene a ocurrir que pasean a sus anchas sin necesidad de batir sus alas; caminan como lo hacemos nosotros con una soltura fraternal. Pero esta tendencia, atentos y queridos lectores, no acusa nada bueno, ¡es toda una fatalidad!
No digo aquí que acaso sea preciso incordiar a las aves como llega a ocurrir todavía en más de un barrio, donde los niños la emprenden contra ellas con los más variados artefactos y, sobre todo, con el arma por antonomasia de los pequeños: la honda. No digo que debiéramos ser sus némesis, pero sí digo que hemos perdido el interés en ellas y que hemos perdido el interés porque nos corre la prisa. Alguien dice: «Es que no tenemos tiempo para esas cosas». ¿Esas cosas? ¡Pero no! No se trata puntualmente de ir tras los pajarracos como si fuera un divertido pasatiempo, pero sí se trata de apercibirnos del entorno, de relacionarnos con el entorno.
Que las palomas hayan llegado a ser insensibles a nuestra presencia es un grave signo de nuestra indiferencia; ellas nos ignoran porque nosotros lo hemos hecho antes. Si nos da lo mismo el paisaje cotidiano es porque antes nos hemos predispuesto a un raro conformismo, a la típica mirada cargada de pesadumbre que observa las cosas tan solo una vez como si no fueran mudables, como si fuesen las mismas; la mirada tonta del viajero agotado que, cuando el niño junto a la ventana lo golpea con su codo gritando «¡Mire, señor, es un pájaro!», responde con desdén «Mséh… Es un hornero, ¿no has visto nunca un hornero?». Pero ese ‘un’ es usado de manera muy que muy diferente. El niño se refiere a ese particularísimo hornero que pasea por su vista, y, en cambio, el señorote habla del hornero como figura abstracta; del hornero como si todos y cada uno de los animales pertenecientes a la especie no fuesen más que el resultado de una burda producción en serie.
Las palomas han dejado de existir, han dejado de ser particulares sucesos para ir a poblar el yermo escenario de nuestra mundanidad, ese prosaísmo que llamamos la vida en la ciudad. En una poquísima cantidad de años, el olvido ha segado la vida de las aves. No veo a nadie llorando el suceso, a nadie preocupado por esta tragedia. Olvidándonos del mundo que nos rodea, el mundo desaparece poco a poco.
¡Somos los desmemoriados! ¡Matamos a fuerza de olvido!