Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Tengo un nuevo amigo a quien admiro (¿acaso podría uno tener amigo alguno a quien no admire?) y ha sido el caso que lo escuché decir que «tiene su vida planificada»; acto seguido, pasó a enumerarme cuidadosamente sus planes futuros. Vean ahora. Esas bastardillas en «sus» vienen a significar lo evidente: nadie elabora nunca sus propios planes.
Cuando lo escuché sentí un escozor y una emoción a medio camino entre la ira y la melancolía. Mi compañero es menor en edad que quien les habla, por lo mismo que mis sentimientos fueron ambiguos; ambiguos porque me reflejo en él —que he sido yo mismo hace algunos lustros—, de aquí cierta melancolía, pero también la cierta ira, y esto se explica bien: un dejo de añoranza como ofrenda para el muchacho todavía casto en dolores que yo era (como es él); una porción de irritación por haber ignorado mi ignorancia, por haberme creído resuelto sin antes haber dado un paso hacia delante (como él se cree).
Pero no quisiera que mis palabrejas resulten agrias. En verdad no me molesto con mi querido amigo, tan solo vuelvo a escarmentar; tan solo me recuerdo una vez más lo mucho que uno suele descansar en ideas fútiles y pretenciosas.
«¡Nadie sabe nunca qué ha de traer la vida!». Es esta la cantaleta que se oye tantas veces… pero no hemos de ignorar que es una cantaleta de verdad. Uno, al elevar su sentencia sobre la faz del destino no hace más que intentar remacharlo, que es lo mismo que rematarlo, pues quien fija el destino lo aniquila. Pero el porvenir es fluido e indeterminado, tiene sus propias leyes y es escurridizo hasta —y como— la muerte.
Otro amigo mío, ahora uno español, ha dicho alguna vez: «¿Trazarte un plan de vida? ¡Nada de plan previo que no eres edificio!». Y casi parece que, como al final de esa grandiosa película de Kakogiannis protagonizada por Anthony Quinn, todo plan está destinado a desmoronarse. Pero no me entiendan mal, no digo que todo se destina al fracaso, sino más bien que todo está destinado a ser modulado, a ser modificado por el devenir que es siempre imprecisable. Alguna vez he bosquejado la idea de que si alguno conociera el hecho de su muerte, si lograra entrever el instante exacto en que su deceso está prescrito, si lograra remontarse a ese evento futuro, moriría allí mismo; que aquel que conoce su muerte muere; que no hay manera de vivir un acontecimiento que por su propia naturaleza es terminante. Quien conociese su muerte no podría más que desaparecer a un mismo tiempo (y es por eso que vivimos, porque no la conocemos). Esto que digo expresa también que aquel que —por algún oscuro embrujo— conociera su vida toda no podría vivir sino que ya habría vivido. Por eso que uno solo podría, si acaso, trazar planes hacia el pasado, o ver el pasado como un intenso y milagroso plan del futuro.
Lo que digo no es extraño aunque así lo parezca; digo: no es un desvarío. Pero digo todavía: creo yo que los más de los que intentan ardorosamente forjar su porvenir con artilugios, estratagemas y extraños algoritmos, no hacen más que declarar vivamente que la imprevisibilidad de lo venidero los pierde, que los desquicia y atemoriza. Y también es dado considerar que aquel que consigna cada minúscula cosilla del futuro como si tratara con un simple rompecabezas, es poco menos que un ofensor de la vida, no menos que un inconfesado despreciador del devenir, no más que un impotente personaje de los acontecimientos.
Porque creer con ardimiento en un mañana anquilosado es también adherir a un modo dogmático de existir y si hay al menos una sola cosa valiosa en la vida es que en cada golpe de tiempo puede destruir nuestras certezas. Que lo único que hay que esperar de ella es que nos sorprenda, que el próximo paso dado nos lleve a un destino mejor que el esperado. Así como yo no esperaba conocer a mi reciente amigo.
Ya ven ustedes, que si conociera mi destino me habría privado de una poderosa alegría que me recuerda que la vida siempre lleva ostensible ventaja. ¿Cómo no esperar que el destino acerque a cada uno a su amado sueño?
A lo que es mejor hay que esperarlo, la esperanza es hija del porvenir, y él ha de ser la única guía. Mejor se ve el camino cuando se ha dejado, aprendemos escudriñando el suelo pisado; para avanzar hay que caminar. Lo mejor está siempre por venir.
¡Amén por lo inesperado!
P.D.: Termino de leer unas palabras del peruano Ribeyro que acabo de conocer como si lo conociera desde hace ya tiempo. En su apunte el buen hombre señalaba que se escribe demasiado y casi para nada; que la mayoría de lo escrito acabará en el olvido incluso antes de haber nacido; que quizá, para despertar por fin un masivo interés por la lectura, haya que abrasar todo libro existente para comenzar felizmente de cero. Sus palabras se fijaron en mi espíritu como una atronadora verdad, y es el caso que me había dispuesto yo a entregarles estas palabras que había pensado ofrendar al tópico histórico: planificar la vida. Los dichos de Ribeyro fueron tales que casi cejo en mi tarea de escribirles, pero no cabían opciones: hube de hacerlo de igual modo.
(Quizá me haya acostumbrado yo al olvido recurrente).
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