Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
La vida es una urdimbre misteriosa, a cada paso nos orienta con su tacto ineludible. Yo había pensado desistir de una buena vez en acercarles palabras sobre los acontecimientos que incesantemente nos abordan, pero no hay caso: nuestro país es una inagotable caja de Pandora. Siendo yo alguien que se considera a sí mismo como un filósofo dilettante, no pude menos que verme interpelado por lo ocurrido en Buenos Aires en la facultad de Filosofía y Letras. Los muchachos de la izquierda, ante una minucia, han decidido emprenderla a golpes limpios y con saña.
Verán ustedes, queridos lectores, que —y por más de que establezcamos múltiples consideraciones— los herederos del comunismo no pueden ser otra cosa que intolerantes y belicistas; tal cosa ha sido sistemáticamente instilada en la base de su pensamiento. ¿Y por qué he dicho «comunismo», arriesgando encerrar en el término alguna que otra cosa diferente? Bueno, se entiende fácil. En verdad, es arduo —si no imposible— encontrar hoy en el pensamiento llamado de izquierda uno adventicio que no dependa en rigor de los pensamientos fundados allá, a mediados del siglo XIX, por un Marx y un Engels (o, en el mejor de los casos, que no sea condescendiente con ellos).
Lo medular de esta cosmovisión es su maniqueísmo: se desprende siempre de la responsabilidad moral, de la cual incluso aborrece, y funda en lo externo el origen del mal. ¡Y cómo son las cosas, que acabo de concluir un libro de mi querido Solzhenitsyn, preso político en Rusia; legítimo y verdadero defensor de la dignidad de los hombres! Pues ocurre que lo que yo vengo rumiando desde hace años hoy encuentra apoyatura en las palabras del inestimable ruso, y, a su vez, en nuestra actualidad. Por eso he dicho que la vida es misteriosa.
Vean y juzguen ustedes según las palabras de Aleksandr:
«El comunismo nunca ocultó su negación de los conceptos morales absolutos. Se mofa de las nociones de bien y mal como categorías absolutas. Considera la moralidad como un fenómeno relativo a la clase. Según las circunstancias y el ambiente político, cualquier acción, incluyendo el asesinato, y aun el asesinato de millares de seres humanos, puede ser mala como puede ser buena. (...) Logró contagiar a todo el mundo con esta noción del bien y del mal (...) En una sociedad progresista se considera inconveniente usar seriamente las palabras bien y mal».
Y esto casi se ve, señoras y señores, casi se ve. El desplazamiento de la moralidad es innegable; la relativización de la moralidad, digo, es innegable. Casi parece que pudiéramos hacer cualquier cosa, dado que tan solo la coyuntura —desde otra perspectiva: la clase— define los límites. Podría decirse así: «Nosotros nos definimos con relación al contexto». Pero muy nos olvidamos que no, ¡que es al revés! ¡Nosotros definimos el contexto! ¡Nosotros somos el factor constante! ¡La humanidad!
Pero antes de terminar, y para dejarles algo de holgura luego de ponerme tan exclamativo, es preciso que analicemos también otro aspecto de este movimiento ya freático; este movimiento que todo lo embebe secretamente. Puede uno razonar por qué esta corriente suele ser intolerante, pero tal inclinación se funda en cosas todavía más huidizas (o disfrazadas). El comunismo, como bien ha dicho otro inolvidable ruso, es una religión, porque «solo una religión puede tener la pretensión de encerrar en ella una verdad absoluta» y porque «persigue a todas las religiones». Así hablaba Berdiáyev en los albores de la revolución, ¡qué claridad poderosa!
Tenemos entre manos más de un problema. Combatimos hoy con un relativismo imperante y con un no menor agobio existencial, y ahora viene a ocurrirnos que este lodazal se nutre de ideas ponzoñosas que afirman que no existe victoria posible si no se elimina a los contrarios; que no hay nunca posibilidad de unidad, sino de prevalencia. El comunismo jamás ha visto en sí mismo la génesis de mal alguno porque parte de una transferencia: refleja su odio, lo proyecta. ¡A que no es raro que se hable tanto de guerra por estos días! ¡¿Y quién ha iniciado hoy una nueva guerra?!
Así, podremos servirnos una vez más de Solzhenitsyn para concluir este editorial:
«Una plena contraposición de la paz es la violencia. Y los que quieren paz en el mundo deben excluir del mundo no solo la guerra, sino también deben liquidar la violencia. Y si no hay guerra abierta pero prosigue la violencia, no hay paz».