Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Recuerdo que una de las cosas que más me impactó leer de Ernesto Sabato fue aquello de que el escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo. Su aserto caló hondo en mí; fue como quien hiende la tierra para depositar en ella la simiente. Sabato me sembró —como tantas veces— y llegada esta altura de mi vida ya poseo tan abundante jardín interno que no logro determinar qué especies arbóreas me pertenecen exclusivamente o no. Soy una patria de injertos.
Sin embargo, lo que acabo de decir es algo esperable y algo que debería esperarse de cualquiera que cuide y estimule sus pasiones. La tarea es ser un émulo, ser alguien que procura adquirir hábitos y maneras de quienes admira, pero por sí mismo; cosa diferente por supuesto a la de ser tan solo un imitador, un simulador, ese que no hace más que representar un papel que tristemente le queda grande. Yo me empeño con regularidad casi religiosa en ser más correcto con, por y en mis palabras. Llevo adelante la dura tarea de elevarme sobre mí mismo.
Pese a todo, gracias a ser como soy (y ya rebotan en mis pensamientos las palabras de Johana: «ser tan exigente con vos mismo te lleva a serlo con los demás») y dado que no puedo evitarlo —o que he logrado asumir tal condición—, me ocurre que me inquieta sobremanera la labor de mis compañeros de las letras. Me inquieta sobre todo por conocer sus trayectorias y ver hoy una cierta tendencia… una cierta tendenciosidad. Yo sé que cada persona cree tener una tarea específica, y digo ‘cree’ porque las más de las veces vamos a dar con la respuesta ya bien entrada la vida. En esto se enreda ahora con mis ramas el bueno de Unamuno con eso de que nuestra acabada personalidad está al fin y no al principio de la vida, y que solo con la muerte se nos completa y corona. Para ser sinceros, hay que decir que nunca acabamos de reconocernos, y nada de eso me acompleja, pero perder el hilo… Lo que me alarma es, como quien diría, dejarse estar.
Yo estoy al tanto de que quizá más de un lector pasa de mis escritos sin el menor remordimiento; que más de uno llega a leer mi nombre y revolea los ojos, pero ante eso no hay nada que uno pueda hacer, y también es algo que puede entenderse dado que suelo empeñarme en escribir acerca de cosas… ¿impopulares? Y también noto que hoy me encuentro algo suspensivo, esa manía de detenerme cada tantas líneas… Porque, lectores míos, es algo que me apena eso de dormir en los laureles, ¡y hoy no hay quien sostenga la vigilia por más de algunos minutos! Muchos de mis colegas, una vez llegados al sitio que anhelaban alcanzar, echan sus bártulos, improvisan un refugio y allí moran como si tal cosa.
¡No... Pero mejor, para no tener que negar tantas veces, cambiemos la manera de ponerlo:
¡Hay que abandonar esa tendencia a la comodidad! Antes de escribir deberíamos ser extremadamente cautos. Hay que ser soberanamente cuidadoso para abrir la boca, ¡y precisamente!, la comodidad resulta tan complaciente que es un infalible método para alcanzar la pedantería, el envanecimiento (y es ocioso destacar que la vanidad es una de las siete peores escuelas de las que se puede aprender). Y es más que nada por esto que las más de las veces ustedes, mis lectores, no reciben de mí opiniones politizadas y mucho menos políticas.
Sé que lo que acabo de decir puede resultar desagradable, pero es tal la manera que tengo de corresponderme a mí mismo (y quizá eso también resulte desagradable). Pero yo les pido que traten de leer despaciosamente lo que les acerco. No digo que haya que ignorar la actualidad y que debamos vivir como si no existieran las esferas de lo público, ¡para nada digo algo como eso! Aunque sí estoy diciendo que hay que ser primero un delicado observador, un cauto observador, un excelentísimo observador. ¡Más todavía si quien observa ha de escribir! Hay que constituirse primero en testigo para luego dar veredicto, pero suele acontecer que quien ha visto algo alguna vez olvida que el tiempo es mudable, petrificando en sus pensamientos una sombra de la verdad. ¡La realidad se renueva a cada instante y rehúye las sombras!
¡El escritor no puede descansar, ni puede reducirse a militar! ¡¡No debe!!
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