Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Hace algunos meses, escribí hablándoles de un nuevo amigo que se obstinaba en declarar —aún se obstina— que el periodismo ha muerto. En aquel escrito les cantaba yo, poco más o menos, que nada muere nunca y que menos podíamos dejar morir una condición que todavía no ha sido llamada a acabar por designios superiores. Pues bien, que ya me encuentro algo hastiado de escuchar sentencias semejantes. Vean ustedes que, hace bien poco, he tenido que escuchar ora que «el cine ha muerto» a causa de las plataformas de streaming; ora que «el arte plástico ha muerto» a causa de los desarrollos de inteligencia artificial, etcétera, etcétera. ¡Qué raro orgullo el de proclamar la muerte de las cosas!
Fue que, de pronto, me vino insostenible escuchar tantas sentencias infundadas. Vean por qué lo digo. Que uno, desde su reducido —por decir poco— punto de vista, declare que algo ha cesado de existir no puede mostrar otra cosa que un ensoberbecido talante. ¡¿A tal grado nos consideramos poseedores de la razón?! ¡Claro! Ocurre que las más de las veces tan solo hablamos desde nuestra razón particular, un pequeño y agobiado punto de vista. Las más de las veces solo nos encontramos asumiendo que nosotros, íntimamente, hemos dejado de existir gracias a una lamentable holgazanería.
Pero eso último es peor todavía. No solo molesta sobremanera que un comprovinciano le espete a uno que tal o cual cosa ha quedado a la buena de Dios, sino que es engorroso en dos direcciones. La primera dirección, claro, nos habla de que nuestro semejante se siente por encima de-, como si acaso fuera navegando a la cabeza de un enorme convoy del que parece ser guía y guarda; simplemente, hace las veces de pájaro de mal agüero —con toda la petulancia que ello implica—. La segunda dirección, es aquel solipsismo, la noción de que tan solo pervive su punto de vista y que, por alguna extraña suerte, se hace extensivo y única realidad.
Recalo entonces en la holgazanería. Creo yo que, cuando un sujeto se expresa de la manera aludida, está en parte hablándose a sí mismo y en parte dando pataletas como los niños; sea dicho: está siendo un caprichoso. Hablándose a sí mismo, porque asume su incapacidad de oponerse a un estado de cosas; dado pataletas, porque imagina merecer un destino diferente al que le ha tocado (¿no se ve aquí lo de la petulancia?). En vez de rebuscar la manera de dar el batacazo al nuevo orden, refunfuña y afloja su voluntad.
Yo imagino un cuadro más bien cómico que puede representar metafóricamente —la más justa forma de representación— esto de lo que hablamos. Pienso en un sujeto que se encuentra preparando su almuerzo con holganza. Enciende una hornalla de su cocina pensando en colocar un jarro que hace instantes ha cargado de agua hasta la mitad. Se encuentra a punto de ubicar el utensilio sobre la llama viva cuando prorrumpe una idea en sus pensamientos: tal vez sea mejor trasvasar el agua a un recipiente más grande. Intenta dejar el jarro a un lado, pero tal parece que, mientras urdía el plan en sus adentros, se descuidó y dejó al fuego la manga de su camisa que ya acelera su ardimiento. Ante la sorpresa y el fiero temor, proyecta el jarro por los aires, da manotazos alocados; desesperado, se lleva por delante cuanta cosa hay en la cocina; al voltear, embiste su heladera y, como coceando, huye aterrado de su casa creyéndola abrasada. Al cabo de un rato, vuelve en sí. A lo largo de su escapada feroz, la llama menguó hasta extinguirse. Ahora se encuentra a la intemperie; el brazo sufre por sus múltiples roturas, pero pronto mejorará. Las heridas son leves. El muchacho decide dar un último vistazo, aunque al cabo de un segundo se arrepiente (no sea que lo persiga el fuego todavía). La casa queda abandonada; queda, ahora sí, a la buena de Dios y por su culpa. La llama del hornillo centellea leve. Por cada rincón del hogar habita una calma auroral; todo es quietud y armonía.
Nuestro sujeto se encuentra lejos, muy lejos; ha rumbeado hacia otros parajes, ¡¿cuáles?!
La casa ha quedado a la espera, dispuesta y atemperada. Queda la casa pasible de ser habitada. Luego, con el correr del tiempo, llegará el día en que será ocupada por gente más idónea y menos asustadiza.