Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Hace algunos días, yendo a casa de mi madre, permanecía ensimismado por los dichos de un psicoanalista argentino. El muchacho asegura que la duda es un método de represión: pensamiento de origen lacaniano (pero que no sé si hace verdadera justicia a Lacan). De todas formas, siempre me sucede que, cada vez que me dispongo a leer a algún lacaniano, refracto en sus palabras y voy a parar a Whitman —creo que el buen Walt es bastante más preciso y completo en sus asertos—. Tal refracción es un mecanismo extraño, pero les aseguro: es de lo más saludable. Como sea, yo quisiera referirme a lo que sucedió mientras caminaba.
Me encontraba divagando entre tales consideraciones, con visible molestia, imaginando todo tipo de improperios contra aquel sujeto, cuando abruptamente tropecé con la punta de una baldosa que se encontraba levemente sobresalida. No llegué a caer al suelo, pero fue un tropiezo bastante evidente como para que cualquiera deje escapar una tímida risilla.
Primero, aclaremos algo. Quizá alguien llegue a preguntarse por qué imaginaba todo tipo de improperios contra el personaje, y es bueno aclararlo. Particularmente, he ido notando cómo, en una época que se pretende progresista, se han ido coagulando diversas ideas que han tomado la densidad de una roca. «Roca» por dos motivos: la rigidez y su inestimable efectividad como instrumento disuasorio. Hay nuevos dogmas que comienzan a hacerse visibles, y tal cosa no puede nunca ser buena señal (porque los dogmas nunca lo son).
¡Y es que no existe pauta más característica! La idea es lo quedo, lo que perdura enhiesto en una forma sin turbarse. ¡Es preciso cristalizar enteramente las concepciones del mundo para que una idea cobre sentido! Esto que digo es claro. La naturaleza de una idea es mayormente —si no total y completamente— estática. Lo que coadyuva en su formación es el pensamiento, y es precisamente el pensamiento lo fluyente y articulado; lo flexible y disperso. ¡Incluso puede volverse contra sí mismo! Pero ¡ay, las ideas! Son temibles las más de las veces, o mejor dicho: son temibles cuando se vuelven banderas —y es una transformación que se da per se—.
Ya imagino como más de una persona comenzará a increparme por parecer relativista. No digo que no deban defenderse principios, valores y demás cuestiones por el estilo, pero preferiría siempre que en sus mismos senos permanezca intacta la posibilidad de que tales manifiestos sean cuestionados hasta sus cimientos, en vez de establecer dudosos fundamentos como base para edificar sobre ellos. Y así pretende edificar más de uno: como quien no quiere la cosa.
Ya ven entonces por qué imprecaba yo con mis pensamientos. El hecho es que, ni bien tropecé, mis razones cambiaron de rumbo precipitadamente. Ya no pensaba en el muchacho de la certeza, sino que me reprochaba a mí mismo: que eso me pasa por «pensar tan mal», por «ser tan insidioso», etcétera, ¡y miren qué pequeño factor intervino para alterar mi concentración por entero!
Está bien, concederé con ustedes: pueden estimar que soy acaso demasiado neurótico, y no estarían del todo equivocados, pero no se trata de eso. Al menos, eso no es lo que quería comunicarles. Fue la mía una actitud supersticiosa, a la vez que fue una actitud que procuraba esconder la vergüenza que sentí cuando, al estar refutando a alguien que «trabaja» con el pensamiento, yo tropezaba como un niñato. Yo elaborando juicios de toda índole, pensando en refutar los dichos de aquel otro, y se da que yo no puedo manejar mis pies. ¡Mis propios pies! Pero, en verdad, es juicioso también considerar otra posibilidad...
No son pocas las veces en las que, abstraído por mis pensamientos, no sé siquiera qué me encuentro mirando (por lo cual he pasado más de una vergonzosa situación cuando, al despertar del leve sueño, me encuentro con la vista situada en algún lugar indebido). Suelo perder el hilo de la realidad cuando me dejo llevar por lo que atraviesa mi mente; me abandono al oscilante movimiento del pensar y yo olvido por entero mi cuerpo. Entonces, no sería extraño imaginar que, mientras libraba esa apasionada lucha contra un interlocutor inexistente, haya tropezado por no dominar mis extremidades. Yo me imagino caminando como un saco de verduras que lo mínimo que puede hacer es sostener su forma —¡y siquiera eso!—.
Es por todo esto que estimo muy oportuno, y hasta beneficioso, que cada municipio de Argentina se ocupe con premura en controlar minuciosamente las baldosas de cada vereda; que con celo casi religioso procuren allanar los caminos lo más perfectamente posible… No vaya a ser que alguien tropiece y caiga, por lo tanto, en la idea equivocada.