Por Luis Abrego
Todo puede pasar el domingo. Así lo dicen los encuestadores, así se intuye en el humor social y la opinión pública donde prima la incertidumbre y la frustración, más que la expectativa o la ilusión que debería suponer el alumbramiento de un nuevo gobierno.
Ha sido tal el desencanto o el grado de decepción en estos años que pocos se animan a expresar sus preferencias (en el caso que las tengan). Nada de ese fervor electoral que supimos conseguir. Por el contrario, muchos asumen que todavía no tienen decidido el voto. Otros tampoco están convencidos de ni siquiera ir a votar. Los que restan, parecen conformar legiones casi silenciosas de ejércitos que se bloquean mutuamente, en una batalla de tres tercios similar a la foto que dejó las PASO, con los tres principales candidatos apenas distanciados por el margen de error de cualquier muestreo serio.
Dicen los especialistas que son muchas las variables que podrían hacer cambiar el resultado si tal cosa sucediera, si tal otra no ocurriera o si primara entre los votantes tal o cual atributo antes que ese otro que marcan los grupos focales. Ni hablar si los casi 11 millones de desencantados con el sistema, aburridos o no estimulados, se decidieran a votar mayoritariamente en una u otra dirección. El resultado podría romper cualquier pronóstico.
Para colmo de males, hemos atravesado una campaña en la que no se discutió nada de fondo. Apenas eslóganes que bien se podrían resumir en palabras sueltas: "dolarización", "derechos", "orden", "subsidios", "bimonetarismo"... pero casi nada sobre cómo desarmar la bomba atómica en la cual se ha convertido la Argentina con su inflación delirante; su festival de corrupción con emergentes recientes como el caso Insaurralde; la arbitrariedad manifiesta en el manejo de la cosa pública; el agobiante pozo de una pobreza cada vez más profunda; el clientelismo de los planes sociales y el uso extorsivo que los intermediarios hacen de los más necesitados; las dificultades cotidianas de los que producen o trabajan, con sus trabas burocráticas, su rosario de impuestos; o la siempre amenazante inseguridad, entre otros padecimientos habituales.
Poco se habló en la campaña de la expandida y cada vez más común fragmentación de cientos de miles de familias que en estos años han visto partir al exterior a sus hijos, nietos o sobrinos en busca de un futuro que aquí se les niega. Ni de las peripecias que a diario hacen los que se quedan para hacer rendir sus ingresos, multiplicando sus rebusques para zafar de esa novedosa categoría estadística de los pobres que a su vez son asalariados formales. Otra excentricidad argentina.
Todos ejemplos que acaso expliquen el divorcio entre la clase dirigente y los ciudadanos, que sobradas razones tienen para decir que no se sienten representados, ni mucho menos entusiasmados por este proceso electoral. Que en todo caso, les da lo mismo quien gobierne, si total "nada cambiará", como aseguran los escépticos. O peor aún, apuestan a "que explote todo", así este país se reconstruye (si eso fuera posible) desde cero.
Duele saber y constatar que este punto de inflexión, que también se presume límite en tantos sentidos, se haya concretado en el contexto del 40 aniversario de la recuperación democrática, después de aquella aberrante experiencia histórica que alguna vez juramos Nunca Más volver a vivir. Sin embargo, y aún así, hay quienes no sólo niegan el pasado, sino que tanto tiempo después desempolvan los argumentos de la dictadura y sus cómplices: tanto para negar el terrorismo de Estado como para justificar su criminal accionar reduciéndolo a algunos aislados "excesos".
Más allá de la puja política, el domingo puede que también se juegue un capítulo crucial para la continuidad de esta democracia imperfecta (al menos como la hemos conocido hasta hoy) y que nos ha permitido siempre dirimir diferencias por vías constitucionales y bajo el imperio de la ley. Mucho de lo que suceda podrá ser la puerta para profundizar la crisis o para intentar excéntricos caminos alternativos que asombran al mundo.
Poco parece importar a la política, pero también a los argentinos, la necesidad imperiosa de sostener un camino de previsibilidad y esfuerzo, el único para sortear las dificultades.
Está demostrado, golpes de suerte, vientos de cola o recetas mágicas siempre sólo agravaron el problema. Hoy, cuando parece que nada puede ser peor, es porque tal vez no somos capaces de tomarnos, realmente, el asunto en serio. Ni siquiera en el contexto de la más feroz crisis, en la que sí coincidimos, no podemos seguir viviendo. Que exploten las urnas, no el país.
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