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Entre la justicia y la política, está la inseguridad (y nosotros con ella)

Un doble asesinato, de víctima y victimario, una ola de robos importantes pero también otros menores, dan cuenta del estado de desprotección y angustia con el lamentablemente nos acostumbramos a convivir.

05/09/2024 20:50
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El asesinato del ex policía retirado Héctor Pelayes es una trágica parábola del deficiente funcionamiento de los engranjes del Estado en cuanto a seguridad y justicia se refiere. Pero también de todo lo que el caso expone de nuestra áspera realidad.

A la consabida lentitud y burocracia estatal parece adosarse en esta ocasión la prerrogativa condescendiente hacia los victimarios más que a las víctimas de los delitos. 

Es que el individuo que ingresó a la vivienda de Pelayes con intenciones de robo, y que a la postre se convirtió -a la vez- en asesino y asesinado por el dueño de casa, es otra muestra del fracaso en las políticas sociales de contención y recuperación de historias familiares trágicas.

Roberto Pereyra Cruz no sólo tuvo una infancia de marginación y postergaciones, sino también una condena previa a 12 años y 6 meses por un hecho similar: homicidio en ocasión de robo.

Sin embargo, en 7 años de cárcel logró su libertad. Y ahí comienzan otras controversias. El juez de ejecución penal, Sebastián Sarmiento desestimó el informe del Organismo Técnico Criminológico (OTC) que desaconsejaba su liberación al señalar que "persisten factores de riesgo criminológico" y "una conducta disruptivo-violenta". Sarmiento, en cambio, prestó más atención al buen comportamiento del sujeto en las distintas unidades en las que estuvo detenido y la concreción de su escolaridad primaria dentro del Sistema Penitenciario Provincial.

 

 

Consumada ahora esta nueva tragedia, la disputa entre poderes, que también es política, intentó repartir culpas (o en todo caso, deslindar responsabilidades) ante tamaña frustración. Pero en especial, ante la impotencia de la ciudadanía toda que no sabe en qué momento también puede convertirse en la nueva víctima de la que hablarán los medios.

Es que como definió en declaraciones periodísticas la directora de Derechos Humanos de la Corte, María Milagros Noli (y una de las apuntadas por el Gobierno en el expediente de la liberación) "todo ha sido un fracaso institucional y político aberrante". Y es que efectivamente es así.

En sus 36 años de vida, Pereyra Cruz fue un niño analfabeto, criado en un hogar violento, iniciado en el delito precozmente, condenado antes de los 30 por un asesinato y muerto en circunstancias similares, sin trabajo ni otras instancias de recuperación o reinserción social. Obviamente, aquí el Estado no estuvo del todo presente. Como seguramente no lo está, o será insuficiente ahora, en miles de casos similares, con futuros desenlaces también parecidos.

Los vericuetos legales, que cuando se cobran vidas inocentes como la de este policía retirado que actuó en defensa propia y de su familia, se transforman en leguleyos, dirán -además- que Pereyra Cruz se benefició con una reducción prevista por el juicio abreviado.

El mismo juicio abreviado que hoy genera desconfianza en el Poder Ejecutivo pues se ha transformado en una especie de atajo para los delincuentes que si son atrapados, optan por no dilatar la condena y recibir beneficios. Total, el sistema y las visiones garantistas, muchas de ellas reflejadas en las leyes, les otorgan un rápido purgatorio para volver a delinquir en breve.

El enojo del propio Alfredo Cornejo y de la ministra Mercedes Rus pareció en un primer momento aventurar un pedido de jury de enjuiciamiento para el juez Sarmiento (por ahora no activado pero que no habría que descartar), a quien el gobernador acusó de "no cumplir con la ley" y hasta declarar inconstitucional un artículo del Código Penal en su sentencia de otorgamiento de la libertad condicional. Pero también es cierto que el Ministerio Público Fiscal, que se supone representa los intereses de la sociedad, tampoco apeló esa decisión por lo que quedó firme. Y el reo, en libertad.

Como se ve, una cadena de hechos desafortunados donde el Estado vuelve a fallar y sólo aparecen los lamentos. Las explicaciones, los justificativos, los contextos siempre necesarios aunque no por ello atenuantes, capaces de explicar la incapacidad de contener a los delincuentes, ni aún cuando ya han sido condenados.

Desprotegidos, indefensos, con la cotidiana e íntima sensación de engrosar las estadísticas a cada paso, la inseguridad se ha vuelto a convertir en motivo recurrente de temor e inmovilismo para los mendocinos. Cada uno de nosotros, apenas ciudadanos comunes extenuados en el esfuerzo de sostener la estantería ante el desfile de motosierras, debemos además encomendarnos a las fuerzas del cielo para que alguno de los nuestros no sea el próximo destinatario de tantos tropezones y ausencias insalvables. Eso sí, siempre con violencia.

A la intemperie, la sensación se transforma en certeza, y el miedo en el compañero inseparable cuando las precauciones y los recaudos ya no alcanzan. No sé si nos pareceremos al Medellín de Pablo Escobar Gaviría o al Distrito Federal de la actualidad, pero lo cierto es que estamos haciendo todo lo posible por acercarnos demasiado al fuego de esos infiernos tan temidos.

 

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