El nombre del algarrobo europeo es palabra derivada del árabe alharruba: “Quijada de burro”. En nuestro país tiene varios nombres que vienen de los ancestros: los puelches lo llamaban “soitué”; los pehuenches “pichai”; los comechingones “nogolí” y los huarpes “Jocolí”, de ahí el nombre del distrito lavallino.
Pero tal vez el nombre que más justicia le hace a este árbol maravilloso es el guaraní: “ibopepará”, que, afinando la traducción, quiere decir “árbol que ha sido puesto en el camino para comer”. Aunque la definición se queda corta porque también el algarrobo da buena leña, las cabras comen sus brotes verdes, por eso es tan apreciado en los lugares despoblados, desérticos, como el campo de las ex lagunas.
Además provee de alimento a la hacienda con sus frutos, y a los hombres para una harina que suele terminar en “patay”. Y lo que sobra de las vainas seguramente se transforma en “añapa” y, fermentación mediante, en “aloja”, que ya es como para embriagarse. Por si fuera poco su madera es fuerte y pesada y ayuda a sostener ranchos con vigas y horcones, y ha dado nacimiento a una industria de muebles que son muy apreciados. Ahí anda el algarrobo en nuestro campo, a pesar de las depredaciones, dando muestra de su gallardía, de su valor.
No por nada algunos campesinos lo llaman “el almacén de los pobres”. Nuestros ancestros aborígenes encontraron en él refugio, alimento, alegría, calor, horizontes. Si bien los nativos del valle de Guentata sabían cultivar la tierra, nunca dejaron de cuidar y aprovechar la maravillosa presencia de ese árbol que merecería un poco más de respeto y alguna canción de gracias de vez en cuando, como la que alguna vez escribiera el norteño Espinosa:
Algarrobo algarrobal
qué gusto me dan tus ramas
cuando empiezan a brotar,
señal que viene llegando
el tiempo del carnaval.