En aquellos lugares la preocupación es más notable que en la ciudad, quizá porque en la ciudad andan todos preocupados, o quizá porque en el campo todos importan. La preocupación de la maestra tenía su motivo: se acercaba el día de la bandera y la escuelita no tenía una. La vieja, la de tantas mañanas y tantos vientos, había terminado de deshilacharse y en sus despojos ya no había diferencia entre celeste y blanco. El pedido de una nueva bandera había salido hacía tiempo hacia la ciudad pero la maestra temía que no llegara a tiempo. El 20 de junio se acercaba con el sostenido paso que suelen tener los almanaques.
La preocupación se transformó en tristeza el día anterior a la celebración. Si hay algo que realmente conmueve a los niños de aquellos lugares, ese algo es una maestra triste. Tenían que hacer algo. Por eso se reunieron.
_ ¡Que todos vayan a buscar en los cerros, donde el sol pega de lleno! – dijo el Juan que era el que más conocía.
_ A esta altura del año será difícil encontrar alguna – repuso Marta, la del puesto más alejado. Se puso fuerte el Juan.
_ ¡Les digo que hay! Yo las he visto cuando voy a buscar las cabras.
- ¡Vamos! – dijeron todos y se fueron a invadir los cerros con sus sonrisas.
El 20 de junio llegó. Ante la escuela formada la maestra se veía más triste que nunca. Pero no era mujer de achicarse. Era preciso que hablara, y habló:
_ Queridos niños, hoy debía ser un día muy feliz para todos, porque es el día en el que celebramos a un símbolo patrio, un amado rectángulo de tela que nos cubre a todos, que a todos nos abriga. Pero nuestra felicidad no puede ser. Justo en su día nosotros no tenemos bandera.
_ ¡Sí, tenemos! – gritó el Juan desde la puerta.
La maestra lo miró sorprendida. Vio entonces a un puñado de niños avanzando hacia ella. Traían tres ramitos de flores silvestres, uno blanco y dos celestes. El Juan se los entregó diciendo:
_ No será de tela, maestra, pero ha de ser más nuestra que esa nueva que esperamos.
A la maestra se le pusieron los ojitos brillantes y sintió que algo fuerte le apretaba la garganta. Solo alcanzó a decir: - ¡Ícenla! – Y allá fueron los ramitos, a ganar la cúspide del mástil, orgullosos, argentinos.
Alguien empezó a aplaudir, todos lo imitaron. No lo sabían, pero se estaban aplaudiendo.
_ ¡Sonría, seño! – Gritó el Juan.
Y la maestra sonrió hasta con los ojos porque entonces sus lágrimas fueron de alegría.
Tiempo más tarde llegó la nueva bandera, hermosa, flamante. Recién cuando la izaron por primera vez tres ramitos de flores silvestres comenzaron a marchitarse.
MTC: Un cuento de Jorge Sosa