Eran jóvenes pobres artistas, pero además pensaban. Era la época de un país sostenido a guitarras, las nobles guitarras del pueblo puro, y las guitarras de gobiernos que engañaban con promesas. El canto nacional habitaba en cada casa, en cada casa había una guitarra. Era el momento de proponer algo nuevo.
Se reunían en la casa tapera que el Armando supo sostener poniéndole caldos al esfuerzo en Luzuriaga, en donde encontraron una pieza refugio Oscar Mathus y una flaquita morocha venida por amor del Tucumán, Mercedes Sosa. Llegaba casi todas las noches Ángel Bustelo a proveerlos con alimentos pero sin ofender, y seguramente, infaltablemente, algún lambrusco de aliento largo para que el canto encontrara sustancia adentro después de haber mamado pueblo afuera. Sentían necesidad de decir lo que en el interior los quemaba, y lo hicieron.
Debajo de un duraznero generoso el Armando y su máquina de escribir fueron enredando las palabras. Armando las leía en voz alta buscando complicidad y la encontraba. Una noche de hace cincuenta y un años, la noche del 11 de febrero de 1963, presentaron el escrito en el Círculo de Periodistas de la calle Godoy Cruz, era un buen lugar, un lugar de palabras. Entonces se leyó por primera vez al mundo “El Manifiesto del Nuevo Cancionero”. Armando leía por todos. Hablaba de un canto nuevo, amamantado en las raíces del cancionero, pero con una propuesta abarcadora, mejoradora, comprometida. La belleza debía ser más bella, no debía respetar vallas, pero sí debía darle lugar al puro sentimiento del pueblo, nombrar a los que no tenían sitio en la canción ni en los diarios, el pueblo de mameluco oxidado, de pan de varios días, de los hijos peleándole la vida a la intemperie.
Los fundadores del Nuevo Cancionero en la nota del diario Los Andes del 11/02/63. Abajo, de izquierda a derecha: Pedro Horacio Tusoli, Mercedes Sosa y Oscar Matus. Arriba, de izquierda a derecha: Juan Carlos Sedero, Víctor Nieto, Tito Francia y Armando Tejada Gómez.
La propuesta era un canto nuevo aunque no tan nuevo, reconocía el impulso de otros pioneros (Atahualpa Yupanqui, Buenaventura Luna, por nombrar algunos) y las palabras consustanciadas de ese paisaje de las orillas de los mapas, de los márgenes de los planes oficiales, solidario hasta la médula y bello porque también hay belleza en la pobreza. No imaginaron aquellos jóvenes pobres artistas, que lo que estaban diciendo iba a crear tantas cosas bellas y trascendentes.
No imaginaban que se iba a desparramar por toda América y el “sí” se iba a decir con tantas tonadas: la cubana de Pablo y Silvio, la brasilera de Chico Buarque y Milton Nascimento, la caribeña de Lucecita Benítez, la de la sabana verde con Simón Díaz, la del istmo con Rubén Blades, y aquí, con dos franjas celestes de Cesar, el Cuchi, León, Víctor, Marián, el Hamlet, Los Trovadores y tantos otros.
Es fácil reconocer un monumento hecho en el pasado, un castillo, un puente, una trinchera, difícil es reconocer una idea porque el monumento de la idea no tiene más lugar que el pensamiento de todos. “Canto monumento” entonces, el canto que propusieron aquellos. Se llamó y se llamará el “Nuevo Cancionero”, es decir, justo el instante en que el pueblo comenzó a tener una guitarra propia y un papel borroneado con palabras de amor.