Lo visibilizó el periódico londinense The Guardian casi dos décadas años atrás, cuando en su edición dominical -“The Observer”- publicó la ya difundida lista de “cincuenta cosas que se deben hacer antes de morir”, entre las que incluyó la de “presenciar un superclásico en la Bombonera” – claramente allí y no en otro escenario-.
Esa frase nació en 2004 y se popularizó cuando el periodista británico Gavin Hamilton lo definió así: “se trata de la rivalidad más intensa de Argentina y, quizás, de América Latina: el partido es un derroche de color, ruido y energía. Una de las tribunas de Boca es muy extraña y se asemeja a cajas apiladas una encima de otra”.
Este domingo, apenas el árbitro Andrés Merlos pitó el final, era visible el desahogo de los futbolistas de River Plate y de los miembros del cuerpo técnico. Cual si fueran hinchas, el festejo fue en ronda y con movimientos acompasados propios de una comparsa carnavalesca.
No se había ganado un título ni logrado una clasificación o evitado una eliminación. Se celebraba en un estado de éxtasis una victoria a mitad de campeonato y que no quita ni agrega mucho en la tabla de posiciones. Íntimamente, empero, tras dos semanas previas entre versiones, confidencias, intimidades e inseguridades, hubo más que tres puntos en juego. Lo sabían. Y había que demostrarlo dando una señal de unidad entre las partes, pero no solamente en el discurso sino también en la cancha.
Los futbolistas visitantes, inclusive, hasta ensayaron -en modo efecto dominó- el ya tradicional cántico “un minuto de silencio…”, toda una osadía, quizá, pero también un grito visceral que llevaban debajo de la piel.
River, en definitiva, supo qué, cómo y de qué manera afrontar un Superclásico.
Y Boca Juniors, en cambio, navegó en un océano de dudas, sobre todo porque los mensajes tácticos dentro del campo de juego fueron tan confusos como improductivos.
En la mítica Bombonera, los roles parecían estar invertidos: quien más sólido y convencido del patrón de juego a seguir era quien llegaba con su problemática aún irresuelta y desde Nuñez.
Los motivaba, también, una expresión taxativa, que parecía más propia de un fanático desaforado que de un entrenador al comando de un grupo de profesionales: “allá nos robaron”.
Jorge Almirón, de él se trata, lo había expresado a los medios y, no supo decodificar el alcance de un mensaje que se le terminó transformando en un boomerang.
Inclusive, tras el partido y en la conferencia de prensa, centralizó permanentemente sus críticas en Merlos y buscó alejar las consultas periodísticas acerca de las claves futbolísticas de la derrota.
Desde el punto de vista psicológico, el director técnico no midió cómo podían caerle sus propias palabras a los integrantes del plantel que conduce.
De hecho, a la adrenalina que produce el tener que afrontar un duelo con tanta historia y resonancia tanto dentro como fuera del país, le sumó más presión en vez de emitir un mensaje más equilibrado y menos disruptivo.
Inclusive, se notó que Boca no daba la talla en juego de conjunto y que alguna situación manifiesta de gol podía llegar en forma esporádica o por un eventual yerro adversario.
En el mediocampo quedó evidenciado que hubo problemas de interpretación del mensaje por parte de los ejecutantes o, por el contrario, de falencias en el plano estratégico a la hora de desplegar en cancha un juego armónico y compacto en lo colectivo, en vez de algún pelotazo o un centro a cargar.
Los cambios, en el segundo tiempo, abonaron la hipótesis de que la construcción de juego asociado era una quimera: roces, choques, saltos, búsqueda de un tiro libre o de envíos aéreos hacia el área se sucedieron en modo repetitivo.
Queda claro, desde ya, que el objetivo máximo está dado en la revancha con Palmeiras del próximo jueves. Nadie lo discute, pero sí se advierte que durante la gestión del actual cuerpo técnico todavía no ha madurado una matriz de conjunto aplicada a cómo desarrollar un juego de equipo que sea apropiado de acuerdo con las características del plantel.
En el Allianz Arena se verá si el ciclo toma una curva ascendente y apunta a concretar en los hechos lo que se anuncia en las palabras, o, en caso contrario, si este modelo – por ahora lejos de cumplir con las expectativas – empieza a tener otro recorrido diferente al planteado en el momento del inicio.
En términos propios de los tiempos electorales que vivimos en la Argentina, la era Almirón será sometida a prueba en un balotaje contra un adversario que es, nada más ni nada menos, que el que se enfrenta a sí mismo.