Martín Sartori llora desconsoladamente en el pupitre de al lado. No sé mucho qué hacer y le acaricio la cabeza. Del otro lado, del izquierdo de mi pupitre, se desploma otro colega, Martín Castilla, a quien vi sufrir durante todo el partido como pocas veces vi a alguien en un estadio de fútbol.
Gonzalo Montiel acababa de meter el penal que faltaba y por fin, luego de treinta y seis años de espera, una eternidad, la selección argentina se consagraba campeona del mundo en el estadio Lusail de Qatar el 18 de diciembre de 2022, exactamente hace un año.
No sé por qué y acaso sea un indicio de que algo distinto podía pasar, antes de viajar a Qatar para presenciar mi undécimo Mundial (diez como periodista, el de 1978 como hincha adolescente), reflexionaba sobre la pena de que entre los jugadores de la selección argentina y yo hubiera tanta diferencia de edad. Me había tocado viajar a cubrir mi primer torneo en México 1986 y es una real fortuna que, en la primera experiencia, el equipo de uno acaricie la gloria y con la soberbia actuación del genio de Diego Maradona, pero más aún cuando esa generación es la misma que la propia, porque existen códigos en común que son intransferibles.
Y pensaba, entonces, que aún si la selección argentina ganara el Mundial, no podría festejar de la misma manera que casi cuatro décadas atrás, por esta enorme distancia generacional y más allá de que esa Copa tan deseada sería levantada por otro genio, como Lionel Messi, un ejemplo de atleta, no sólo de futbolista. Y sin embargo estaba allí, lagrimeando. Pude verme en ese instante mágico de la coronación meses más tarde gracias a la gentileza de un seguidor de mi canal de Youtube, que me descubrió con los brazos extendidos detrás de un informe de otro medio.
Y es imposible que la memoria devuelva algunas imágenes de vivencias a borbotones, desde las pocas e intensas horas de descanso en Barwa Barajat Al Janoub, a lo que graciosamente denominamos “Al Fiorito”, por la edificación cerrada, apartada y colectiva en un predio que la organización le alquiló al ayuntamiento de Doha, compartiendo habitación y eternos viajes, primero en bus y luego en una combinación de dos líneas de metro (rojo y verde) con el querido compañero Fabián Galdi, y el enorme de placer de largas charlas de ida, y cabezas gachas vencidas por el sueño a la vuelta, en la madrugada, luego de durísimas jornadas.
Siguiendo con Galdi, hubo una cábala de riguroso cumplimiento hasta el final, como que se colocara una determinada camisa, estuviera en el estado que estuviese, a la hora de los partidos de la albiceleste.
Con Fabián incorporamos también al colega peruano Carlos Salinas, que nos confesó dos hechos: el primero, que no había estado en el estadio Lusail en el debut con derrota ante Arabia Saudita, y que en la pasarela que comunicaba la estación de metro en la que debíamos descender para ir al centro de prensa tras dos horas de viaje, “National Librery” (la Biblioteca Nacional), siempre observaba a los jugadores que aparecían en los murales publicitando el Mundial y no encontraba ningún argentino, lo que lo rebelaba en su creciente deseo de que “La Scaloneta” fuera la campeona.
Siempre digo (y Carlos lo sabe), que de este Mundial me llevé tres títulos: el de Argentina, por supuesto, la pequeña Copa del Mundo que recibí de manos del brasileño Ronaldo Nazario cuando la Asociación Internacional de Periodistas Deportivos (AIPS) organizó una ceremonia para homenajear a quienes cubrimos diez mundiales, y su amistad para toda la vida.
Si bien pude presenciar los tres títulos mundiales de la selección argentina, éste tuvo algo especial, que la distingue de las otras. Por un lado, no es para nada normal que casi todo el mundo quisiera que nuestra selección fuera campeona.
Suele haber mucha más división a la hora de las preferencias, pero todo tiene una clara explicación, que tiene nombre y apellido: Lionel Andrés Messi.
Pocas veces en la historia, al terminar la final, hubo tal sensación de justicia futbolera: uno de los tres mejores jugadores de toda la historia no podía retirarse sin levantar la Copa del Mundo y una gran
mayoría de los hinchas del planeta, así lo deseaban, y estoy seguro de que esa energía jugó su papel.
Otro hecho especial es el rol que jugó la hinchada argentina. La mayor satisfacción, sobre esto, la tuve al regresar a Barcelona, cuando sintonizando una tertulia entre periodistas en un programa deportivo,
analizando el Mundial de Qatar, señalaban la envidia que les producía el efecto del aliento de la gente hacia el equipo nacional.
Uno de ellos señaló que, a diferencia de otros grupos de simpatizantes de oíros países, los argentinos “vinieron a arrancar la Copa del Mundo, a arrasarla, a llevársela para su casa”. Esa es la sensación que hubo: una especie de localía permanente, indiscutible, insuperable. Fuimos testigos en los vagones de metro cómo, embelesados, los locales trataban de imitar las canciones, aunque más no fuera en fonética, o de memoria, o se sumaban a los saltos sobre los asientos mullidos, o los golpes en los techos, lo que les cambió por un mes completamente su ecología.
El Mundial de Qatar tuvo, también, su capítulo complicado porque los permanentes cambios de temperatura desde el calor de la calle hacia el aire acondicionado en el metro o en el centro de prensa, a valores muy bajos,terminó minando mi salud y la suerte de tener tantos amigos de tantos países, pero especialmente al querido Roberto Suárez, tan preocupado por mi situación, que no salía adelante ni con un ejército de remedios que me suministraron en el consultorio del lugar de trabajo, que generaron una presión que ahora agradezco para que fuera de una vez por todas al hospital, del que salí justo horas antes de Argentina-Países Bajos.
Y ya que estamos en aquel partido de cuartos de final, otro hecho especial de esta selección argentina, que no tuvieron las otras dos campeonas: la fortaleza de carácter para revertir situaciones complejas, desde las lesiones de dos jugadores en la semana previa al debut, hasta el debut fallido ante Arabia Saudita que terminó con un largo invicto, además, y con la incertidumbre sobre cómo iba a reaccionar el equipo, que terminó ganando el grupo, o sufrir dos goles en los últimos minutos ante Países Bajos para ir a un inmerecido alargue. En el que los albicelestes metieron seis (¡!) situaciones de gol, pero no pudieron convertir y aún así, pasaron igual en los penales, o lo mismo en la final ante Francia y por dos veces, nada menos.
Un campeón, además de un gran equipo y de grandes jugadores, se construye así, con carácter. Y entonces, el mismo Lusail que fue testigo de una derrota inesperada, luego lo fue de un éxito rotundo.
Fue también el último Mundial de mi padre, a quien le debo mucho de mi gusto por el fútbol, y me queda el consuelo de que pocos meses antes de abandonar este mundo, pudo gozar no sólo de un éxito tan resonante como del triunfo de su admirado Messi.
A un año del título mundial, pasan por mi mente imágenes a toda velocidad de aquellos días tan intensos, de tanto trabajo, de tantas reflexiones, de haber compartido un tremendo equipo como los queridos Roberto Suárez y Fabián Galdi in situ, pero con muchísima más gente desde Mendoza que estaba siempre allí para apoyarnos desde Jornada, y todo terminó en una satisfacción única, difícil de transferir, esperando que les haya podido llegar, aunque sea, alguna gotita de la inmensa alegría que significó el final de esta experiencia que atesoraré por el resto de mis días y en tierras tan lejanas, aunque ahora muchas palabras representen tanto para nuestros recuerdos: Barahat Al Janoub, Al Barwa, Lusail, Souq Waqif (el zoco, donde los argentinos llevaban a cabo sus banderazos) y hasta los hinchas árabes preguntando con sorna tras su inesperado éxito inicial, “where is Messi?” (¿dónde está Messi?).
Pues ahora, ya saben dónde está. Y bien merecido lo tiene.