Hay pequeños crímenes perfectos. Esos crímenes escapan a las leyes convencionales y por lo tanto no merecen ni cárcel. Se trata de los crímenes debidos a la inacción y a la abstinencia. Se trata de los tremendos crímenes debidos a la abulia y a la indiferencia activa.
Propongo reflexión. Vuelvo sobre interrogantes que afronto cada tanto, no sólo estimulado por la obligación findeañera de ser “bueno”. Intentaré, contando con la lectora y el lector, hacer una pausa; suspendamos el empalagoso vértigo de las rutinas. Estamos demasiado acostumbrados a la “costumbre” que nos cancela la mirada y la piel y hasta los latidos del pulso. Aviso que me voy a autoafanar a algunas líneas de mi libro “La Misa Humana” (coeditado por Diógenes y Galerna), y le abro la puerta a las más sencillas preguntas. A estas preguntas que nos vendrán no las carga el diablo y ni la diabla, las carga la sed.
¿A qué se debe esta repentina necesidad de compartir preguntas? No me importa explicarlo, y no sabría. Aquí, en Buenos Aires, es el final del mes de diciembre del año 2022 después de Cristo. Supongo que en Mendoza el almanaque indicará lo mismo. Aquí llueve como si fuera la primera o la última vez, pero pronto la lluvia se sosiega. Salgo a caminar y leo en un muro de vereda una pintada con el rápido trazo del aerosol. Prodigiosa síntesis, en 4 palabras: Más amor por favor. Así, de una, sin la demora de la coma después de la palabra amor. Es un pedido cargado de advertencia. Los caminantes de ambos sexos y de cualquier edad le pasan de largo a ese singular Más amor por favor.
A propósito del amor y del prójimo y de la prójima, hagamos un esfuerzo,
Salgamos de ese vértigo al cuete que nos desemboca en ninguna parte. Observémonos: cada vez que damos un abrazo es porque alguien se va o regresa, o porque el bendito almanaque nos avisa que es Navidad o Año nuevo.
A ver, ¿cuánto hace que no damos un abrazo de repente, sin motivo alguno y sin explicaciones?
¿Y cuánto hace que no nos hincamos con asombro para beber el vaso de agua?
¿Y cuánto hace que no comemos nueces con pan a esa hora en que la tardecita es rumiada y mordida por las faldas de la noche?
¿Y cuánto hace que no reparamos en las venitas del aire?
¿Y cuánto hace que a nuestro aire no le pasamos la lengua y le lamemos la piel?
¿Y cuánto hace que no nos enteramos de que la música es el agua del aire?
¿Y cuánto hace que no silbamos mientras hacemos los trabajos o cuando vamos en el colectivo?
¿Y cuánto que no decimos “buen día” pensando, sintiendo, que el día es bueno gracias a la gestión del sol?
¿Y cuánto hace que no caminamos descalzos por la espalda de la tierra que nos parió?
¿Y cuánto hace que no decimos exactamente lo que pensamos sin calcular las consecuencias y sin mirar a quién?
¿Y cuánto hace que no lloramos en voz alta como saben llorar los niños?
¿Y cuánto hace que no soltamos a nuestras manos, con todos sus dedos, para que ellos consigan los goces hasta el alarido, y para que ellas, las manos, pronuncien el amor que no saben decir las pobres palabras?
¿Y cuánto que no abrimos la jaula de nuestro pecho para que salga buscando la luz nuestro apretado corazón?
A ver, ¿y cuánto hace que no nos tomamos el pulso, para sentir, para celebrar la sangre que nos viaja por las venas?
¿Y cuánto, cuánto hace que no apoyamos nuestro oído sobre el pecho indefenso de alguien que duerme en nuestra casa?
Damas y caballeros, vivimos despilfarrándonos. Hacemos “como que” vivimos. Vivimos porque, en fin, “se usa”.
Pregunta incómoda: ¿Vivimos cuando vivimos?
Tengamos el coraje de reconocerlo: vivimos desmayando, desangrando nuestra sangre. ¿Será ese el precio de ser “civilizados”?
Vivimos cancelando, descorazonando a nuestro corazón. ¿Significará eso ser bieneducados?
Respiramos impunemente.
Despilfarradores, desmayadores, desangradores, descorazonadores… caramba o carajo, no hacemos más que matar el Tiempo mientras que, por otro lado, no quejamos porque no hay tiempo y decimos que la Vida, la famosa Vida, se nos pasa demasiado rápido.
Impunes de toda impunidad, afrontemos otra vez la jodida pregunta: realmente, ¿vivimos cuando vivimos?
Veloces para las coartadas nos diremos que no podemos pasarnos la vida haciéndonos preguntas. Consideremos que tampoco podemos pasarnos la vida sin preguntarnos nada.
Haber nacido, estar anotado en el registro civil es una cosa. Estar vivos es otra cosa, muy diferente.
Pasa como con la democracia: una cosa es usarla como condón y otra cosa es sembrarla día y noche. No basta con ir a votar. Votar es algo más que apostar motivado por los hediondos trolls financiados. Votar es ejercitar la memoria. Es ser habitantes ciudadanos, es participar, es criticar desde la preocupación comprometida, es involucrarse en los primordiales actos de cada día.
Pasarse la vida aparentando y consumiendo y lavándose las manos y entregándose a la tan sembrada “ideología” de la paranoia, esquivando las preguntas esenciales, es una pena.
Más que una pena es un crimencito perfecto por el que nadie va a la cárcel. Pero en realidad, para ese crimencito de lesa inhumanidad, no hace falta cárcel ni castigo alguno. Suficiente con haberse uno condenado a ser un/a prolijo/ja bien vestido/da; en realidad, a ser no más que un intestino eructante. Es decir, un militante de la indiferencia activa.
No sólo en Navidad y a fin de año, de vez en cuanto debiéramos bajar al hondo espejo de las preguntas. Las preguntas suelen ser inquietantes, peliagudas. Pero dejar las preguntas para mañana vendría a ser como dejar la Vida para mañana.
No, por favor, no le pasemos de largo a esa pintada que nos dice (y que nos advierte), sin siquiera una coma: Más amor por favor.
Ah, y una cosita más: el amor del que estamos hablando, ¿es incompatible con el neoliberalismo?
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