Por Sergio Levinsky, desde Barcelona
La tarjeta azul se aplicaría para expulsar a los jugadores por el término de diez minutos y en dos casos muy concretos: tras una falta táctica, cuando el rival se va claramente hacia el gol, o cuando se dirija en términos de falta de respeto hacia el árbitro, ya sea con insultos o con palabras inadecuadas, y operaría de manera de suma con la amarilla para las expulsiones definitivas de un partido.
Esto significa que, si un jugador ya tenía tarjeta amarilla cuando recibiera la azul, será inmediatamente expulsado porque allí la azul opera como amarilla, mientras que, si primero recibió la azul y luego recibiera la amarilla, también sería expulsado porque en ambos casos, opera como doble amarilla.
El próximo 2 de marzo, la IFAB (International FIFA Association Board) estudiará este cambio en el fútbol en su Asamblea Ordinaria Anual como Orden de Reglas de Juego. Se trata de un organismo bastante polémico a esta altura del siglo XXI, compuesto solamente por cinco representantes, de los cuales cuatro pertenecen a las asociaciones británicas de la FIFA (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), con un voto cada una, y un quinto, por la FIFA, representando a las 211 federaciones que la componen, y que tiene cuatro votos, o sea que en principio parece una entidad equilibrada que, sin embargo, no cuenta con voz y voto directo de asociaciones que no sean británicas.
De hecho, ya se conoce la opinión de tres entrenadores de equipos “top” de la Premier League inglesa, considerado el mejor torneo del mundo, absolutamente en contra de esta nueva reglamentación. Si el argentino Mauricio Pochettino (Chelsea) y el español Mikel Arteta (Arsenal) opinaron que se trata de una medida que sólo aporta confusión y que “no es el momento adecuado”, peor fue lo que dijo el alemán Jürgen Klopp, quien sostuvo que “no parece que sea una buena idea, si es que alguna vez se les ocurrió una”.
Lo cierto es que, en principio, la idea de la tarjeta azul puede llegar a ser aún más problemática que el propio VAR, que por el momento generó enormes polémicas por su muy mal uso, pérdidas de tiempo insoportables en los partidos, y en general, beneficios para los poderosos en cada una de las ligas o en las competencias continentales porque si bien se trata de una herramienta tecnológica, el gran problema sigue siendo quién la controla.
Si ya los partidos pueden sufrir interrupciones con interpretaciones del VAR sobre algunas jugadas, cabe imaginarse lo que puede ocurrir en un encuentro trascendente si un árbitro considera que un jugador elevó demasiado su tono de voz para protestarle (¿cuánto es el volumen que se permitiría elevar en la voz de un futbolista desde que aparezca la tarjeta azul en el reglamento y cómo uniformar para cada árbitro esa escala?) o si un jugador de los más importantes arrastra una amarilla y una tarjeta azul puede servir para expulsarlo, o bien sacarlo de un partido decisivo en un momento clave o bien dejar a un equipo en superioridad numérica contra otro en un momento decisivo.
Y más allá de la medida en sí, el otro punto, en línea con el VAR, es la pérdida de tiempo por las protestas como consecuencia de la medida, la salida del o de los jugadores expulsados por tarjeta azul. ¿Y si son varios por partido? Todo indica que la implementación de la tarjeta azul implicaría alguna forma de grabar las conversaciones de los árbitros con los jugadores (para que, por ejemplo, el Tribunal de Disciplina pudiera evaluar si la referencia del que es punido era la que correspondía) y, fundamentalmente, la utilización del tiempo neto de juego, de allí en adelante, para que un partido de fútbol no termine siendo una farsa que dure unos pocos minutos reales o que por el tiempo perdido entre el VAR, los cambios y las tarjetas azules, el tiempo agregado lo haga interminable.
Otra consecuencia de la implementación de la tarjeta azul es la aparentemente pretendida robotización de los futbolistas, con cada vez menos voz. Ya ocurrió con los cambios reglamentarios desde la perspectiva de los arqueros en los penales, que después de lo ocurrido con Emiliano “Dibu” Martínez en las definiciones de los cuartos de final ante Países Bajos y en la final ante Francia durante el pasado Mundial de Qatar 2022, los arqueros ya no pueden dialogar con los ejecutantes de los remates, ni intentar nada que no sea dirigirse hacia su arco para quedarse en la línea hasta el momento de la definición. Ahora, ante la duda de una posibilidad de recibir una tarjeta azul, más de un jugador se mordería la lengua antes de decir nada, aunque lo considerara necesario.
La tarjeta azul ya se implementó en el pasado, aunque sólo en partidos no oficiales, y con cinco minutos (no diez) fuera de la cancha. El 25 de agosto de 1996, en Paysandú, Peñarol y Nacional empataron 1-1 y Robert Lima, jugador aurinegro, fue el primer jugador en recibir la novedosa punición. Se definió en favor de Peñarol por shot-gol, el sistema de penales utilizado en el Soccer estadounidense, por el que el rematador parte desde la mitad de la cancha y el arquero puede salir a achicarle. Tras diez remates, sólo Pablo Bengoechea pudo concretar y terminó 1-0.
Tres días más tarde, el 28 de agosto de 1996, ambos rivales repitieron el clásico en otra ciudad uruguaya, Rivera, con el triunfo de Peñarol por 3-2, aunque nadie recibió la tarjeta que hoy es polémica en el fútbol mundial.
Las tarjetas amarilla y roja comenzaron a utilizarse en el Mundial de México 1970 debido al tiempo que se perdió en el partido entre Inglaterra y Argentina en los cuartos de final del Mundial de 1966, jugado en el estadio de Wembley, durante la expulsión del capitán albiceleste, Antonio Ubaldo Rattín, quien le reclamaba un traductor al árbitro alemán Rudolf Kreitlein. Luego, ya con superioridad numérica, los británicos se impondrían 1-0 y más tarde serían campeones del mundo por única vez en su historia, aunque hasta hoy no volverían a ganar ningún título oficial.
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