Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Algo de razón en las dos posiciones. Porque los padres actuales, a la hora de complacer a hijos acribillados por el consumismo, tienen que volverse magos. Con relación a los Reyes Magos es notable ver cómo los argentinos hacemos gala de una temprana incredulidad. “No existen. Son los padres”, así sacamos pecho y sentimos que, más temprano que nadie en el mundo, somos adultos. Qué paradoja: olvidamos que a medida que nos hacemos adultos nos adulteramos.
Tendríamos que pegarle una revisada a esta precoz fanfarronada nacional. ¿Por qué tan rápido en nuestra niñez consideramos que a nosotros no nos engaña nadie, y que nadie nos puede meter el perro o estafar amorosamente? El caso es que con esta temprana actitud liquidamos la que tal vez sea la única estafa sana y necesaria: la estafa de la ilusión.
Pero si le damos otra vuelta de tuerca al asunto advertimos que, por más que los argentinos seamos precoces en la incredulidad de los Reyes Magos, no somos tan incrédulos y lúcidos como decimos y creemos ser. Al contrario, hablando del promedio de nuestra sociedad, podría decirse que somos unos reverendos crédulos. Pasamos de la credulidad total al peligroso y cómodo “que se vayan todos”
Revisémonos rápido, al voleo. Fuimos crédulos de “la plata dulce” en el paraíso sangriento y entregador de Martínez de Hoz. Fuimos crédulos hasta la histeria de la euforia cuando se concretó la des/guerra de Malvinas. Fuimos crédulos del “un peso un dólar”, de la Convertibilidad que van a pagar hasta los nietos de nuestros nietos (si es que para entonces queda lo poco de Argentina que nos quedó). Fuimos crédulos de la revolución productiva y del salariazo y del “síganme, nos los voy a defraudar”. Fuimos crédulos de que bastaba con ser aburrido para ser trabajador y decente y buen presidente... Y así sucesivamente hasta hoy, que somos rehenes del efectivo delirio de la crueldad.
En resumen: alardeamos de incrédulos, pero somos bastante creduludos. Vista la realidad de nuestra irrealidad, más nos valdría volver a creer sin vueltas en los Reyes Magos. Ellos, los Reyes, en cierta forma nos estafan con ternura, a cambio de apenas un puñadito de pasto y de un baldecito de agua. No nos exigen relaciones carnales ni irrecuperables pedazos de patria.
Me da gusto volver sobre algunos párrafos vertidos hace tiempo en esta columna respecto de la ilusión. La ilusión muchas veces es una forma de estafa elegida. Una dulce estafa decidida por nosotros para disimular por un rato las inclemencias de esta vida cargada de absurdidades. Siempre que hago pie en el tema de la ilusión siento el estímulo del libro “El cuento de Navidad de Auggie Wren”, de Paul Auster (lo publicó Sudamericana con las imaginativas ilustraciones de la argentina Isol). Este cuento de Auster fue llevado al cine por Wayne Wang, con guión del propio Auster. No refiero el argumento porque eso jorobaría las delicias de la lectura. Sólo digo que en un momento de la historia, un día de Navidad, un hombre se dirige a un domicilio buscando, tratando de atrapar a un raterito. Toca el timbre el hombre. Se entera que allí vive una anciana que es ciega y está sola. La anciana al desconocido le dice “sabía que vendrías”, y hace como que lo confunde con su nieto (el raterito). La confusión es aceptada. Y se abrazan con ternura. La anciana y el hombre pasarán el día juntos, comiendo, bebiendo. Los dos juegan ese juego de ternuras; en cierta forma paladean felicidad: uno fingiendo ser el nieto pródigo y la abuela, ilusionándose que allí lo tiene. Una dulce estafa elegida, la imaginada por Paul Auster.
Y esto me remite a un relato que leí en mi adolescencia, no sé dónde. Era Navidad en el cuento. Había desolación, nieve, pobreza y dos ancianos acurrucados, ateridos de frío y de soledad. Parecían ser jubilados argentinos actuales…
El brasero con el último calorcito se desvanece en la oscuridad. Tiemblan los viejitos, no tienen aliento ni para llorar en voz alta. La Navidad sucede; de pronto dos brazas se reavivan. Los ancianos se arriman a recibir ese calorcito compañero. Así se duermen, y atraviesan la eternidad de esa noche navideña, muy abrazados. Cuando el sol los despierta se dan cuenta que en el lecho del brasero hay un gato que los mira. Los ojos del gato habían sido lo que ellos suponían brazas. He ahí la ilusión, otra vez una dulce estafa elegida.
Por estos días, a quienes no bajaron los brazos en esto de soñar, la ilusión les habrá compensado dolores y montones de ausencias. Nuestra capacidad para creer un año más, para saber y no querer saber que los Reyes son los padres, marca el territorio de nuestra niñez…
La niñez… me estoy viendo en una casa de Luján de Cuyo, a mis cinco años; estoy con mis primos, el Chiche Boschi y el Nené Braceli, avisándole a todo el vecindario: “Nosotros lo sabemos ¡los reyes son los padres!”. Cuando llegó las 12 de la noche de aquel 5 de enero, después de la cena familiar en el patio, nuestros padres empezaron a decirnos “qué raro, las doce ya y los reyes no han pasado por acá”. De repente, en la pared del fondo veo que un enorme paquete empieza a bajar, suspendido en una soga. Lo señalo. Los mayores se hacen los distraídos, yo grito desesperado: “¡Los reyes! ¡son los reyes!” El paquetón baja muy lentamente… ¡los reyes! ¡son los reyes!
Cuando el paquetón llega al piso el mundo me da vueltas, estoy en una crisis de estupor, me derrumbo. Qué lo parió, resulta que los Reyes no eran los padres, que los Reyes existían. Tuvieron que alzarme, abanicarme, darme agua. En verdad, casi muero de estupor. Mis primos y yo no habíamos visto cómo mi abuelo Andrés, acostado sobre el techo, soltaba la soga con el paquetón. Por un año más seguiríamos creyendo, aunque sabíamos que los reyes eran los padres, porque “nosotros sabíamos todo”. Hasta sabíamos secretamente que las mujeres, debajo de las polleras, allí donde se juntan las dos piernas “tenían un manojo de pelos y allí justamente tenían fábrica de hacer chicos”. (¡Qué semillita ni semillita!)
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