Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Así es la cosa: el Credit Suisse es comprado en un fin de semana porque es vendido. La bolsa Suiza y Wall Strett accionan, pero las dudas persisten. El neoliberalismo sigue emparchando el globo. Revolviendo papeles amarillados por el tiempo me encuentro con un relato que escribí –apunté, en realidad–, originado en aquel 2008 histórico e histérico. Trata sobre un hombrecito que contagió con su risa a decenas de miles de personas, a más de medio mundo. Viene muy al caso, por eso lo retomo…
Cuidado con la risa
Hay cosas que sólo podemos hacer de puertas adentro; jamás en público. Cosas como reírse más de un minuto seguido. Damas y caballeros, atención: peligroso reírse en voz alta estando uno solo en una vereda, en un avión, en un banco. Muy peligroso, así en los sueños de almohada como en la irreal realidad.
El episodio que estoy compartiendo pudo suceder en Nueva York… Hagamos de cuenta que ahora estamos allí, viendo y escuchando, callejeando la zona de Wall Strett…
Las 10 de mañana, el fragor urbano en su plenitud. Ahí está él: es lo que queda de un hombre con un traje de color incierto, gastado por el tiempo. El traje le queda grande; su cuerpo es poco para tamaño traje que, se ve, fue de otro hasta que se cansó de usarlo.
En una de las esquinas álgidas de Manhattan el hombrecito en este instante, sin desanudar los cordones, se saca los zapatos que también le quedan grandes; claro, fueron de otro. Ya descalzo, del interior del zapato izquierdo extrae el recorte de una hoja de diario. La despliega, mientras la lee le brota una risotada sonora. La risa desencadena una sucesiva carcajada a boca abierta.
¿De qué se ríe este pobre sujeto?
Se ve rápido: le faltan casi todos los dientes, al hombrecito. Sólo conserva las últimas muelas, las del Juicio.
Los transeúntes, siempre indiferentes a todo, empiezan a aminorar su andar urgente; muchos se detienen intrigados por esa risa que se realimenta con carcajadas.
En cuestión de minutos hay varias docenas de curiosos observándolo. Algunos autos también se están deteniendo.
Pronto se interrumpe el tránsito de personas y autos: atascamiento colosal.
Sigue riendo el descalzo hombre del traje enorme que fue de otro.
Y enseguida llegan agitados cronistas movileros de radio y de tevé.
La risa no cesa, es cada vez más robusta; muchos de los testigos se tientan, se contagian.
Patrulleros le abren paso a dos furgones que traen policías y perros y armas contundentes.
Un helicóptero del ejército ya merodea la zona. El hombrecito alza su mirada y lo saluda enarbolando sus zapatos.
Su risa no amaina.
“Diosmío”, dice entrando en pánico una señora muy aseñorada.
“Nunca se vio una cosa así”, suma un señor muy almidonado.
“Debe ser extranjero, que lo metan preso de una vez”, es la frase que rápidamente gana consenso.
“Pero, ¿por reírse lo van a meter preso?”, protesta a dúo una pareja de estudiantes que faltaron a la facultad para hacerse el amor a rajacincha apenas oscurezca.
“Alteración del orden público, procedamos ya”, ordena la autoridad competente.
Imposible retirar al hombre que ríe por la avenida y las calles laterales. Desde el helicóptero desciende colgado un rescatista, trae una especie de arnés. En el arnés cuelgan al hombre que sin soltar sus zapatos, sigue a las carcajadas. La multitud lo ve elevarse hasta introducirse en el suspendido helicóptero, que ahora parte y se aleja con el hombre de la risa. Se contagia el piloto y el copiloto y la tripulación de rescate. El helicóptero tiembla, por las carcajadas de todos.
Abajo ha vuelto el silencio, ahora los ojos se miran, sin palabras. Alguien emite una risita fruncida y cientos se vuelven a tentar. El hombre que reía, ya está lejos.
A los veinte minutos lo descienden en la central de policía. Va descalzo, pero no suelta sus zapatos al bajar. Sigue con sus carcajadas. El comisario, dos médicos, tres enfermeros, un juez lo observan. Uno de los médicos ahora también se tienta. Todos advierten lo mismo: que la ropa del hombre es regalada; que su piel, amarronada de intemperie, tiene la barba oscurecida de varios días. No hay anillos en sus manos, ni reloj en su muñeca. No porta documentos ni billetera ni pañuelo para sonarse las narices, ni nada.
Es un pobre hombre desolado. Anda por la vida a la buena de Dios, en los días pares. Y a la buena del Diablo, en los días impares. En el despacho policial el hombrecito ahora está emitiendo una risa arroncada; su garganta está extenuada.
Ahí está, jadeante, neutro, sin temor ni expectativa alguna.
Lo desnudan. Piensan: algo debe de esconder este hombre en alguna hendija de su cuerpo. Revisan los bolsillos de su pantalón; encuentran tres cigarrillos a medio fumar, un pan mordido en un costado y tres aceitunas. En los bolsillos internos del saco no hay billetera, ni documentos de identidad. Sólo la hoja del diario doblado en ocho.
El comisario la despliega y lee la gran noticia de estos días: que varios super bancos de Estados Unidos y de Europa quebraron; que estalló la burbuja que inventaron para salvar a la burbuja financiera; que conmoción mundial; que colapso terminal de la Bolsa; que suicidios de políticos y de magnates; que ya llegó la crisis más grave del sistema capitalista desde Adán y Eva; que la matoneada de Donald Trump le salió por la culata; que aranceles, que Apocalipsis sin retorno. En fin: que pánico ecuménico.
El juez interrogador le extiende la primera plana del diario al hombre que ríe, y le va a preguntar por qué guarda justamente esa página. Pero no alcanza a avanzar más allá del por qué guarda justam…
El hombre señala el gran titular y se brota nuevamente de una carcajada que vuelve a alimentarse de si misma. Se dobla de la risa el hombrecito; joder cómo se ríe… En el medio de su risa otra vez desatada, suelta unas pocas palabras… “yo estoy a salvo… yo sí… yo sí…” Pero sus palabras se ahogan en más carcajadas. El hombre que ríe, ríe demasiado porque la burbuja estalló entera y el apocalipsis financiero a él no podrá afectarlo en absoluto.
Después, más sosegado, lo explicará así: “Yo no tengo propiedades ni auto ni velero… Yo no tengo casa ni departamento ni campos ni avioneta… Yo no tengo ahorros ni plazos fijos ni bonos ni cajas de seguridad ni dólares ni euros ni oro en bancos suizos… No tengo dinero alguno debajo del colchón, en realidad yo no tengo ni colchón…”
En otras palabras, que por su abundancia de carencias es un hombre libre. Y ahora se está riendo de todos: se ríe de los precavidos, se ríe de los usureros; se ríe, por supuesto, de los buitres malparidos y se ríe de la obscena buitredad.
El juez que interviene en la causa decide prisión preventiva. El hombre que ríe demasiado despliega en ocho la portada del diario, y otra vez ¡las carcajadas!
Ahí va, ahora lo están subiendo a un patrullero, va esposado. A su carcajada le añade una sonrisa. Joder, no para de reír. Piensa: “Esto viene perfecto para mí, ¿yo qué más quiero?… Por un buen tiempo no tendré que buscar en las bolsas de residuos: en la cárcel contaré con cama techo y comida asegurados. Viva la Pepa. Y viva el Pepe. A la mierda con las burbujas. Debo ser agradecido: juá… gracias, muchas gracias por tanto… juá juá juá… ¡Buen día! ¡buendía apocalipsis!!!”
Posdata. No entiendo por qué, pero a este hombrecito que le dice buen día al apocalipsis me lo figuro como una especie de Adán. Un Adán que con su Eva se canta en la cripto moneda, en el dólar blanco, en el dólar negro, en el dólar por si acaso, se canta en el dólar bleau.
Por la única ventana de su cárcel enseguida, descalzo como está, contemplará con estupor los colores flamantes de un arco iris, amaneciendo siempre.
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