Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
No uso sombrero, pero me lo saco para reverenciar su prodigioso duende.
Por empezar digamos que Victor Legrotaglie nació en Mendoza, tierra compartida por seres maravillosos. Y no tan maravillosos. En fin, ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera. Y ser mendocino también. A nosotros nos sucedió: aquí aprendimos a respirar y a soñar y a besar hondo.
Pero, cuidado, ojo al piojo: hay mendocinos y mendocinos. A la patria idolatrada, Mendoza también le viene dando una manga de sinvergüenzas estelares, un emporio de fascistas. Para insultarlos bastaría con nombrarlos por el apellido. Están señalados: contribuyeron a la venta de las joyas de la abuela, con la abuela incluida: des-hicieron lo que hizo el militar ciudadano San Martín, ese que amaba las bibliotecas.
A grosso modo: algunos con el fuego aniquilan y otros con el fuego hornean los panes. Mendoza, más allá de los canallas y tránsfugas que se disfrazan sin que sea carnaval es, también, el vino y la pícara sensualidad de la tonada.
Y es el triunfo del hombre sobre el desierto: la conciencia de que cada árbol encarna una hazaña: la ecología como hábito.
Y es el prodigio del agua distribuida con la más perfecta de las democracias, desde los canales y zanjones hasta el zurcido de las cordiales acequias.
El mendocino, obsesivo de veredas y zapatos relucientes, es propenso a ver ovnis (parece que existen, a pesar de que un tal Fabio Serpa afirmaba lo mismo); no es casual, de Mendoza vienen Los enanitos verdes.
Ni es casual que Mendoza haya acunado la prosa perfectísima de Antonio Di Benedetto; la poesía del fanático de la esperanza, Tejada Gómez; la prodigiosa imprenta, admirada en medio mundo, de don Gildo D’Accurzio; la ética de un político poeta, Benito Marianetti; el trote maratón, por más de 30 kilómetros casi campeón olímpico, del negro Eusebio Güíñez; la desgarradora pintura de Carlos Alonso; el incesante pedaleo del Cóndor de los Andes, Ernesto Contreras; el fraseo bolero de Daniel Villalobos; la sabia sabiduría de Luis Quesada; la épica ternura de Leonardo Favio; la palabra con manos en acción del curita que eligió la intemperie de los desgajados, Jorge Contreras; el canto y el embarazo de La Negra mayor, Mercedes Sosa; la lucidez que no cesa del Quino; el boxeo del Intocable Locche, prodigioso torero sin banderillas que impuso la alegre no violencia en el deporte y en el siglo de la destrucción: arrojado a los leones, no los mató y ni se dejó comer: se puso a conversar con ellos. En esta lista está faltando alguien menudito pero cuantioso, el Víctor Legrotaglie.
Ser mendocino es un gajo de todo eso. Sabemos que, pese a una punta de fascistas y sinvergüenzas estelares que hoy tienen trascendencia nacional, en toda la Argentina y más lejos también nos miran con buenos ojos. Por qué negarlo, estamos orgullosos de cómo nos miran. Y por eso ya mismo vamos a descorchar una botella de vino oscuro: para alumbrarnos.
Naturalmente, era zurdo
Futbolísticamente, ¿en qué consistió ser el Víctor Legrotaglie?
En jugar al fútbol de alta competencia sin, jamás, dejar sentir que estaba jugando a la pelota.
Muuuy atorrante adentro y afuera del verde césped, simpático, locuaz, seductor, naturalmente mujeriego y bolichero y nocturno hasta que asomaba el sol, pícaro, travieso, con la relajación de quien está en un partido de entrenamiento, un día el Víctor se fue del Gimnasia de Mendoza y se probó en River Plate; pero pasó de largo porque lo vieron sin físico, muy chiquito. Ese supuesto fracaso lo derivó a Chacarita Junior, un equipo profesional del montón. Jugando allí asombró tanto que, aunque no pertenecía a un club de los grandes, pronto fue tapa de El Gráfico. (Ojo, cuando El Gráfico era dignificado por la dirección del sumo Dante Panzeri.)
Lo estoy viendo al Víctor en sus primeros partidos en primera en el campeonato de la Liga Mendocina: menudo, flaquito, tenue, con las medias caídas, atrevido hasta la insolencia, conseguía hasta el aplauso de las hinchadas contrarias. Nos encantaba a todos. No sólo hacía firuletes recostándose sobre el límite de la cancha, siempre generaba ese juego ofensivo, no franelero, que engendra y desemboca en goles. No sólo hacía caños sin importarle el tamaño y apellido del adversario que eventualmente lo marcaba, encarnaba una alegría realmente eficaz.
Toda vez que intento contarle a los más jóvenes lo que fue El Víctor me pasa lo mismo que cuando trato de decir que había una vez Locche. Todo suena como atravesado de una exageración producida por la reaccionaria nostalgia, encima lagañosa, del todo tiempo pasado fue mejor.
Es que cuanto se diga de Legrotaglie suena a embuste; no hay grabaciones televisivas que lo muestren y lo demuestren. Pero me animo a jurarlo por el sagrado vino malbec: El Víctor, como Nicolino, fueron ciertos. Sucedieron aquí, al oeste del paraíso.
Así se debe tomar: lo estoy afirmando con todas las letras: siento que Legrotaglie en el fútbol fue el equivalente de Locche en el boxeo.
Los dos insolentes, los dos atrevidos, los dos encantadores de tribunas crispadas, los dos poco dados al trabajo del entrenamiento, los dos transgresores, los dos diferentes y superiores porque, así en la cancha como en el cuadrilátero, no dejaron de “jugar” aun en las tensas competencias cruciales.
Que quede entre nosotros: Locche y Legrotaglie no sólo jugaban sin mirar a quién, jugaban con una secreta ventaja: la ventaja inalcanzable de su humor.
Legrotaglie y Locche, cada uno en lo suyo, fueron panaderos milagrosos. Conseguían, una y otra vez, la multiplicación de los panes de la alegría.
Ellos imponían, persuadían, mediante la tan extraviada herramienta de la pura fiesta, justamente allí donde generalmente impera el desasosiego, la urgencia fiera, la especulación desencajada, el mandato de vencer de cualquier manera y a cualquier precio. Vaya flor de casualidad, también en el Víctor la alegría brotaba desde la zurda. Naturalmente, era zurdo.
Vale recordar que Adán, el del edén, era zurdo. De zurda agarró al voleo una manzana que chacoteando le arrojó Eva. La manzana fue por sobre el arco iris y culminó, exacta, en un ojo del Supremo Dios, que estaba durmiendo la siesta. Enfurecido y carajeando a los dos, los expulsó del Paraíso. Dijo: “¡Se me van ya, se me van cagando de aquí!!” En otras palabras, que no hubo Pecado Original. ¿Es que puede acaso haber pecado en algo nacido desde la espontánea zurda?
El Víctor y Nicolino, eran poetas aunque no lo sabían. Eran poetas porque no lo sabían. Ya que tanto jodemos con el asunto de la violencia de nuestro tiempo, ya que tanto se insiste en fomentar sensación de fin del mundo (claro, para que venga otra vez a salvarnos la Mano Fuerte redentora), ¿por qué no sacamos a relucir el significado, más que el de la no violencia, el de la sí Vida activa que encarnaron, desde el humor y el desparpajo, seres como Nicolino y el Víctor? Eso: en vez de no violencia, ¡sí Vida!.
Cuenta la leyenda y cuentan los archivos de los diarios mendocinos que en el abril del año 2000 después de Cristo, Legrotaglie, años ya retirado como jugador y por entonces director técnico de Huracán Las Heras, protagonizó un hecho singular, sin antecedentes en el mundo entero: esa tarde Huracán y San Martín empataban con un dramático 3 a 3. Restaba un par de minutos para concluir el partido. Se produce un veloz contrataque albirrojo y Legrotaglie de pronto se mete a la cancha en pleno juego, amaga, retiene la pelota y frena el ataque del delantero rival. Silbato y expulsión instantánea. ¿Y después? Después, seis meses de suspensión.
No lo neguemos: en algún recodo del laguito interior de los argentinos, sobre todo en las instancias de un mundial y ante la adversidad del resultado, soñamos que el siempre impredecible y genial Maradona, puesto a director técnico, entrara a la cancha en pleno juego y concretara algo imposible con la pelota. El Diego, que las hizo todas, incluso el gol más pícaro e ilegal de la historia, ésa no la hizo. El Víctor, nuestro Víctor, sí la hizo cuando una tarde, siendo director técnico, se metió en la cancha en pleno juego. Se escuchan voces escandalizadas: ¡Eso no se hace! ¡Eso es el colmo de los colmos! Pero el Víctor cometió la hazaña. Produjo el más insólito de los pecados. Lo hizo jugando. Y como cantor. Porque se cantó en los honorables reglamentos del fútbol profesionalizado.
Como escritor fabulé un cuento que sucede en un campeonato utópico. Cuento gatillado por tan genial disparate: en ese campeonato el reglamento es igual al que conocemos, salvo un detalle: sin aviso, en cualquier momento del partido, los directores técnicos pueden ingresar y participar del juego durante no más de siete minutos. Claro, esto que propuse sucedió en un sueño sólo permitido por la impunidad de la ficción literaria. Pero lo real es que Víctor Antonio Legrotaglie lo concretó, lo hizo cierto para los tiempos. Oíd mortales: los seis meses de suspensión que le impusieron ¿no fueron acaso una condecoración?
Nada debe ser obligatorio, lo obligatorio ofende a la condición humana. Pero pienso que en nuestros campeonatos, tan a merced de las urgencias de los resultados, sería muy saludable que este Víctor Legrotaglie, el del siglo 21, entrara a las canchas antes de los partidos; que entrara descalzo.
¿Para qué?
Para caminar sobre el verde césped y dejar con sus pisadas rastros de su ADN. Rastros contagiosos para los futbolistas y técnicos de hoy, tan impiadosamente acorralados por los medios de (des)comunicación que fogonean con su voraz impaciencia la búsqueda de resultados compulsivos. Resultados de vida o muerte.
Sí, oíd mortales: que el Víctor nuestro salga antes de los partidos a caminar el verde césped y, de paso, que haga jueguito con una pelota de goma, de tenis, de ping pong, de trapo… con lo que sea que sea esférico. Que haga jueguito y que salpique de alegría contagiosa a tanto verde césped condenado a la crispación de los urgentes resulteros; los resulterudos nuestros de cada día.
Posdata
Del dicho a la impunidad de la ficción hay menos que un trecho. Cerremos los ojos para ver más hondo. Porque el cuento del sueño de almohada ya está sucediendo: El Víctor, con su eterno trajecito blanco crema se mete a la cancha en pleno partido de campeonato. La pelota, tras un tosco rechazo, le llega por elevación; él no la para con el pecho, la deja bajar y la adormece con el mocasín del pie izquierdo. Él ahora amaga con irse a la derecha y un rival que se le viene queda en el camino. Otro amague, este hacia la izquierda, y otro rival que pasa de largo. Despejado el camino, vislumbra el área rival, avanza con la velocidad del trotecito, ya está en el área chica, ve venir al arquero y sigue avanzando pero tirándose muy sobre su izquierda… ya casi se le termina la cancha, se quedó sin ángulo, pero lo mismo patea con tres dedos, con el lado externo de su zurda, la pelota hace una comba y se filtra por el ángulo del segundo palo. Esto se narra y culmina con la palabra más perfecta: gol. Lo aplauden los jugadores del paupérrimo equipo que dirige, y lo aplauden los jugadores del equipo rival, y lo aplauden las dos hinchadas, y lo aplauden los policías que custodian el orden, y lo aplauden los jueces de línea. ¿Y el árbitro? Qué joder, el árbitro también lo aplaude… El césped, que hace un minuto estaba mustio, amarillento, se ha puesto verde que te quiero verde. De pronto tiene semblante el césped. El Víctor, haciéndose el distraído camina rumbo al túnel, va bordeando la línea de cal. En el trayecto, sembrado de enardecidos aplausos, primero se prende un botón del saco blanco crema, enseguida otro botón… Después se alisa el pelo… y ahora se ajusta la corbata.
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