Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
En nuestra Argentina no ser campeón mundial de algo es ser un pelotudo. Dulce sinónimo que usamos para nombrar a los que sueñan y hacen desde el perfil bajo, a los desconocidos de siempre. A Luis Federico Leloir lo desconocíamos olímpicamente. Pero resulta que ganó el Nobel y dijimos: ¡El campeón mundial de química es argentino, carajo!
Recupero retazos de aquel día. Lo viví como periodista de una revista que vendía unos 400 mil ejemplares semanales y coincidía con los gobiernos de turno sin hacerle asco a nada. El 27 de octubre de 1970 fue martes: la noticia del Nobel para Leloir nos arrancó de la cama, nos cayó sobre la mollera, sobre todo a los periodistas. En los archivos había poco y nada. Como la mayoría de los investigadores esenciales, el tal Leloir era para nosotros un hombre virgen de reportajes: flor de desconocido. Salí con la consigna de hacerle “la nota diferente”, a cualquier precio, al nuevo “campeón”. Me acompañaba el “Ciego” Rodríguez, fotógrafo de esos que van al frente sin pedir permiso. Fuimos a buscar a Leloir a su departamento, pero ya se había ido. El portero, Fernando Biosca, nos contó que Leloir esa mañana, como otras, le pidió una mano para empujar el auto de su hija Fernanda. Entonces le dijo: “Doctor, cámbiele batería y platinos”. Quince minutos después Leloir, con su Fiat 600 partió para el Instituto. A esa hora en Estocolmo lo declaraban premio Nobel.
Don Biosca rápido me definió a Leloir: “Es un hombre rico pero muy sencillo, un amor de persona. Nunca una queja. Para él todo está bien. Lleva una vida metódica: todos los días sale a las 9 de la mañana, vuelve a tomar el té‚ a media tarde. A las seis sale a dar una vuelta y retorna a eso de las ocho. Sale de noche muy poco”.
Después volvimos al Instituto. Leloir no se dejaba ver. La desesperación por conseguir “la nota” nos empujó a las insolencias. Nos mandamos por los pasillos, abrimos puertas sin golpear, hasta tuvimos algún forcejeo. Leloir seguía encerrado. Su secretaria, Silvia Inés de Chelala nos contó algo más sobre Leloir: “Él podría, pero jamás se toma las prerrogativas de un director. No tiene oficina, es muy introvertido, muy tímido, muy humilde; detesta la publicidad. Y no quiero dejar de decirle que estimula y respeta el trabajo de los demás... Habla poco, le gusta el cine, su gran diversión es trabajar. Cada día tiene el entusiasmo de un niño cuando se pone sus zapatillas de goma y se sienta con sus frasquitos…”
La secretaria se va. Siempre empujados por la adrenalina de la nota, entramos a un salón, nadie a la vista. Allí estábamos, perdidos, cuando un médico, gaucho el hombre, nos llevó al laboratorio de Leloir. Entramos, nos quedamos con la boca abierta. Lo extraordinario era que allí no había nada extraordinario: sólo una punta de frasquitos de perfume que él usaba para experimentar. Muy cerca, su ajado cuaderno de apuntes y un cajón de fruta donde se sentaba a mirar por la ventana y a pensar. Descubrí en un rincón sus gastadas zapatillas de goma, Pampero. Y de pronto su silla. Era como la silla de cualquier zapatero remendón: raquítica, con las patas atadas con hilo sisal para darle alguna firmeza. Fotografiamos esa silla, tan pobrecita. Después se convertiría en un ícono definidor de la manera en la que trabajan nuestros heroicos científicos: ignorados por los presupuestos de todos los gobiernos. Ignorados por nuestros frívolos medios de descomunicación.
Al rato pude por fin llegar a Leloir. Le pregunté qué sentía. “Siento que he perdido algo muy precioso... No ve, mi amigo, he perdido la tranquilidad. Me van a ahogar. Miré, allí entran en tropel sus colegas: cámaras, micrófonos, cables, Dios mío… Esto es un agobio. Se lo debo al premio.”
Y Leloir cerró los ojos, y agregó: “Toda felicidad trae su sufrimiento. Y aquí lo tengo”.
Más adelanté explicó: “Entiendo que el Nobel es un premio al trabajo de toda la vida, y no a mí sino a un equipo de gente silenciosa.” ¿Con los 80 mil dólares que le otorgan va a cambiar de auto? “Para qué, si el mío se deja manejar, se deja estacionar... Ah, ya sé, le voy a comprar una batería al auto de mi hija. Aunque... no sé, porque esa batería tiene sus ventajas... Cuando un auto no arranca lo obliga a uno a empujar. Buen ejercicio, eso activa la circulación de la sangre”.
Le pregunté si pensaba donar el premio, como había hecho otras veces; me respondió ambiguo: “Es probable.”
Las imágenes que guardo de aquel Leloir son las de un hombre desolado. Cuando le dije que tal vez esto del Nobel era un sueño de almohada, me respondió con voz apagada: “Sería mejor, porque no hubiera perdido eso tan importante que es la tranquilidad... Ya ven, hoy es peor que un día feriado: no he podido trabajar, y no creo que haya podido hacerlo nadie en este Instituto. Ganar el premio Nobel... no se lo deseo a nadie…”
Tratando de sacarlo de la desolación le, dije una banalidad: “Hoy es un día de gran felicidad para todo el país”. A media voz, me contestó: “Puede ser, puede ser... pero para mí es un día perdido. Y perdonen”.
Posdata: Leloir donó los 80 mil dólares del Nobel. Y no cambió de auto ni de silla. Y convenció a sus colegas para que se llevaran cada día la vianda para comer en el Instituto. Mucho antes de todo eso, perdió a su padre cuando él tenía seis días de edad.
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