Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Cada año, a la altura de estas fechas, renuevo una columna sobre el aniversario de Jornada. Parece mentira pero es, nuevamente, cierto: estamos celebrando por estos días el 21 aniversario de nuestro diario. Cada año mi columna empieza con ese “Buen día”, bien vertical, que viene a ser, para mí, una especie de talismán, sinónimo de vida vivida y, por qué no, de vida por delante.
Dice la canción que 20 años no es nada. Pero en estos tiempos de creciente fugacidades, 20 o 21 años es una enormidad. Si reanudo reflexiones, es porque vienen al caso. No es que yo sea reiterativo, la que es reiterativa es la oscura realidad. Sucedemos en un mundo que traspapela hasta los genocidios preventivos; habitamos un país muy sembrado para la desmemoria que imponen los medios de (des)comunicación. Celebrar como diario dos décadas y un cachito más de existencia no es necesario, es imprescindible.
Vuelvo a preguntarme: ¿Tiene sentido celebrar en tiempos tan arduos, tan atravesados por la histeria del dólar, por un país que se entrega, que se regala día a día? Sí, tiene sentido. Toda celebración supone brindis. Pero el brindis, para que tenga pulso debe afrontar antes el incómodo peaje de la reflexión realizada frente a un espejo, para mirarnos hondo. Sin esa mirada que nos revisa sueños y flaquezas, el brindis se vuelve obsceno. Lo digo sin vueltas: pienso y siento que los hacedores de Jornada merecen brindis. Entre otras cosas por haber sostenido la pluralidad de sus columnistas. Soy uno de ellos y bien sé que ciertas columnas mías produjeron incomodidad, cólicos del alma. Pero para eso estamos: para espantar la comodidad, para sacudir la abulia digestiva. Jornada atravesó dos décadas y un año más tan difíciles como prodigiosas, siempre empuñando esa esperanza tejida con el respeto por la diversidad. Prepotente esperanza. En lo personal, aunque la libertad de expresión no se agradece, llegado el caso hay que reconocerla, y en voz alta.
Mientras madura el brindis no nos soltemos de la reflexión. Los periodistas solemos incurrir en autoelogios, como cuando nos decimos que estamos comprometidos con la realidad. Nunca será tarde para mirarnos al espejo sin bajarnos la mirada. ¿Cúanto de lo que pasa y deja de pasar en esta patria idolatrada se debe a nosotros, a veces distraídos y desmemoriados, a veces sembradores de una aterrante sensación de “fin del mundo” que sólo sirve para desatar ese miedo paralizante que le hace el caldo gordo a los que sueñan con la “mano dura” y el “orden” a cualquier precio? Es palpable: en nuestra sociedad hay demasiados ciudadanos de conciencia sólo digestiva que han convertido a la paranoia en una ideología. De derecha, claro.
Revisémonos: los periodistas, con la fácil coartada de que “cumplimos órdenes”, tantas veces elegimos el camino más dulce y más complaciente. ¿Cuántos periodistas estelares, hoy por hoy, hacen la vista gorda, se suman a la payasada y al patético show que se corporiza desde la Casa Rosada? Ya que estamos, una pregunta que nos cae por madura: ¿Escribiremos algún día el libro de la Obediencia (in)debida en el Periodismo?
Siempre rumbeando hacia los brindis, se me cruza otra pregunta: En los últimos 21 años, ¿cuál fue la mayor buena noticia que me tocó comentar desde esta columna? Mientras pongo el interrogante en remojo, comparto un recuerdo: Hace 21 años recibí en Buenos Aires una llamada telefónica, venía desde Mendoza, inesperada; sucedía el mediodía, llovía como si el cielo se hubiera desfondado. Quien me llamaba era el “ciego” Roberto Suárez. Atropelladamente, con palabras que se pisaban los talones, me contó que con Aldo Ostropolsky iban a sacar un diario gratuito que tendría un columnista cada día, en la última página. Me ofreció la página de los viernes. No alcancé a responderle que sí; el Roberto siguió atropellándome con su entusiasmo: “Tu columna será de no más de 2.800 caracteres”. Mordí el anzuelo. “Necesito por lo menos 4 mil caracteres”, le dije. Al final terminé escribiendo casi 6000. Así empezamos. Y se fueron sumando los años que hoy ya son 21. Apasionantes. He recibido críticas estimulantes, el buen aliento de muchos halagos de lectores y también el mal aliento de algunas puteadas amenazadoras, anónimas. Pero aquí sigo estando, respirando con fruición este tiempo tan complicado y tan prodigioso. ¿Que hoy se discute mucho y con vehemencia? ¡Qué más queremos! Discutimos porque se puede y porque al país nuestro, por fin, se le están tocando nervios muy sensibles. La discusión es, siempre, una flor de señal de vida. Señal de que tenemos pulso en el corazón del alma. Estamos vivos ¡y encima despiertos! ¡Cómo para no celebrar!
Afronto ahora la pregunta en remojo: ¿cuál fue la mayor buena noticia que me tocó comentar? Fue una noticia que, por ser buena, los pulpos medios de (des)comunicación ningunearon: me refiero a la noticia de la recuperación de aquellos Nietos que la dictadura de 1976 afanaba, hasta el colmo de arrancarlos desde la placenta. Eran los desaparecidos vivientes, los buscaba la amorosa terquedad de las Madres Abuelas de Plaza de Mayo. Los buscaban y los buscaban con sol y con luna, y uno a uno los iban encontrando. Eran apariciones, nacedoras, de seres secuestrados por décadas. Son 132 los Nietos paridos otra vez; quedan por recuperarse más de 300. Esta columna celebró cada aparición enarbolando esa buena noticia siempre minimizada.
Besamos y abrazamos con palabras a esas madres que convirtieron a la desesperación en militancia del pulso. Las trataron de locas y las arrojaron a la intemperie; aun en democracia las quisieron quemar con la indiferencia y el olvido y la maledicencia. Pero no pudieron con ellas. A la vista está: la muerte y la asesinación no siempre se salen con la suya. Las locas parteras, varias ya casi centenarias, emergen victoriosas cada día. Ahí las tenemos, con bastones, o encima de sillas ortopédicas. Firmes, claras, lúcidas, ahí están. No han tirado una sola piedra, no han tirado un solo tiro, pero ahí las tenemos, trabajando con su banco de ADN.
Llegó el momento. Por favor, afrontemos las preguntas cruciales frente al hondo espejo. Esto que sigue es una plegaria, escuchémosla, digamosla:
–Permiso, Memoria. Permiso, Conciencia: ¿Qué sería de nosotros si Ellas, las Madres locas, no existieran?
¿Qué quedaría de nosotros si Ellas no hubieran salido a alumbrar la más eterna de las noches? ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué?
¿Estaríamos de pie? ¿Estaríamos en cuatro patas? ¿Estaríamos?
Reconozcámoslo: sin Ellas alumbrando, esta patria idolatrada hoy sería un oscuro agujero con forma de mapa. Y de tanto tocar y tocar fondo, habríamos desfondado el abismo. Pero Ellas nos enseñaron a sembrar el mismo abismo.
Y nos enseñan que la paciencia no es resignación.
Y nos enseñan que la memoria es la forma más ardua del optimismo.
Y más nos enseñan cada día con su noche: que la fastidiosa memoria es el modo más porfiado de la esperanza.
La madre que nos parió. ¡Las madres que nos parieron! Ya es tiempo, ya podemos, ya debemos brindar a rajancincha con el luminoso vino oscuro. ¡Que sea el vino por los 21 años de nuestro Jornada de cada día! Y que sea el vino ¡porque estamos vivos, con la sangre furiosa de alegría, regando el aire!
Posdata. Estamos en plena pulseada: no olvidemos que no debemos dejar la esperanza para mañana. La esperanza es un derecho. Y si es un derecho, es un deber. En estos tiempos, un diario que vive 21 años, como Jornada, es una buena noticia, una flor de noticia.
Probemos de tomarnos el pulso, notaremos que estamos vivos. Que no es poco. Esta es, ahora, la otra buena noticia. Y no la vamos a traspapelar. El señor Milei subió a su cargo por mandato de las urnas. El señor Milei dejará el poder también por mandato de las urnas. No despilfarremos estos 40 años de democracia. Asumamos el insomnio. Durmamos con un ojo abierto y el otro también.