Permiso. Por empezar, aunque no soy cantor, me canto en los números redondos. Joder, casi siempre los usamos para homenajear a los que “partieron”. No, no vamos a esperar a que se cumpla una década para recuperar la palabra de un poeta hondo, inmenso…
Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Se trata de Juan Gelman. Nos sucedía el 14 de enero de 2014 cuando la noticia nos dio una pedrada… Entonces supimos que el corazón tiene rostro y ese rostro recibió una pedrada en el medio de la frente: “Murió Juan Gelman”. A la noticia, insoportable, cada uno la afronta como quiere. O como puede. A mí, entonces, me salió una puteada, y enseguida una reputeada, y a continuación un interrogante: ¿Cómo, cómo es posible que de la noche a la mañana se nos muera un tipo así de hondo, así de poeta?
No, nos vamos a resignar a la absurdidad de ciertas ausencias. Más poesía, ¡porfavor! Para eso, ya mismo voy a recuperar momentos de una conversación con Gelman, que empezó en 1965, en Mendoza. Mucho tiempo después se reanudó en Buenos Aires con un reportaje que le hice para el suplemento cultural ADN, de La Nación.
Año 1965
Mendoza estaba donde viene estando, al oeste del paraíso. Alberto Patiño Correa (abogado, galerista de artes plásticas, casado por entonces con Pampa Mercado, hermana de Tununa) invita y trae a Mendoza a Juan Gelman, Paco Urondo, Tata Cedrón y dos músicos más. Esto para presentar “Madrugada”, disco con poemas de Gelman tangueados por Cedrón. El día anterior al acto que se realizó en una institución israelita, vivimos horas de ésas que la memoria no suelta jamás.
Pasaron los años, décadas; el reencuentro fue así: Estábamos por entrar a un estudio televisivo porteño, lo saludé tímidamente a Gelman, y lo desafié a recordar aquello que compartimos en Mendoza en 1965. Juan se iluminó al instante, a partir de una palabra. Exclamó: “¡Chivito!” Y tiró el hilo del recuerdo de su paso por Mendoza. Agregó: “¡Compañero, aquella vez comimos un chivito en la montaña!” Así había sido: fuimos hasta el Puesto Lima en dos vehículos; allí nos esperaba un asado glorioso. Ya al llegar empezamos a brindar, como corresponde. Bebimos sin miramientos, iluminados por el vino oscuro. De vuelta a la ciudad de Mendoza, a media tarde, desandando la montaña nos encontramos con nubes muy bajas, reventaban de gordas, casi las podíamos tocar. El Tata Cedrón propuso: “Un momento, ¡bajemos aquí!” Eso hicimos; enseguida Cedrón y sus músicos estaban tocando un tango. Ahora todo aquello parece soñado, pero por suerte las fotos atraparon aquel pestañeo de eternidad: ahí está Gelman bailando a la intemperie con Zulema Katz, entonces compañera de Urondo. Al decir de Patiño Correa “entonces bailábamos valses y estábamos todos…” Éramos felices y no lo sabíamos. Soñábamos a rajacincha, sin que nos estorbaran los presagios.
En el año 2010
Transcurre otro pestañeo de eternidad. Estamos en Buenos Aires, humedad, entrevisto a Gelman en un café de avenida Rivadavia y Medrano. Llega diez minutos tarde, y se disculpa: “Vengo de almorzar con un nieto”. Me muestra los regalos recibidos como si fueran trofeos: una longaniza y un par de botellas con vino de Luján de Cuyo. “Un express con espuma de leche”, pide este hombre que después de una búsqueda de muchos años supo encontrar a su nieta robada a poco de nacer, en los años de limbo y de infierno. Su dolor de padre y de abuelo (un hijo y su nuera desaparecidos) pudo haber estrangulado a su poesía metiéndola en el callejón del desgarramiento y del furioso reclamo. Pero Gelman no abdicó; sin arriar el insomnio de su conciencia, no le dio tregua a la respiración desatada en hondísima poesía. Este hombre, Gelman, a las palabras, tan deshilachadas y desteñidas, en sus poemas les mete tajo, las raja, las hace aullar, las hace alarir. Destripando palabras, al sustantivo lo muta en verbo: al otoño lo hace otoñar; al pan, panar; ¿y al mundo? Mundar. Gelman, tajo mediante, siempre va por más, buscando – como Vallejo, como Girondo–, “la másmedula” de los días y de las horas. Eran días con sus noches en los que “Dios estaba enfermo”.
Buen momento este del año 2021para compartir ráfagas de aquella conversación.
Empecé la entrevista con una pregunta grave:
–¿Cómo te llevás, Juan, con eso que llamamos “el tiempo”?
–El único consuelo es que el tiempo envejece con uno, conmigo en este caso.
–Contame de tu parto. ¿Colaboraste o no?
–Colaboré. Cuando mi madre me dio a luz yo quería estar al lado de ella, es lo menos que puede hacer un caballero.
–¿Te recordás naciendo?
–¡Por supuesto! ¡Lo que me costó! Mi madre estuvo veintiséis horas en cama dura, hasta que yo, peleando, pude salir, con 5 kilos y medio. Fue a las 11 de la mañana, creo. Nací porteño, en el hospital Durand. Había una cancha por ahí, a la que después íbamos los del barrio a jugar a la pelota.
–Seguro, hincha de Atlanta.
–Sí hombre, no me lo recuerdes. Siempre de Atlanta, ¡aunque ganara!
(…)
–Hablemos de la “utilidad” de la poesía. ¿Es cierto que sirve para “levantar mujeres?
–Cuando tenía 9 años yo quería enganchar a una vecinita de 11 y le mandaba poemas de Almafuerte como si fueran míos.
–¿Y?
–No pasaba nada, entonces dije: bueno voy a escribir yo.
–¿Y?
–Nada. Pero yo seguí. Me consta que hay gente que ha usado mi poesía… Mirá, yo escribí un poema que se llama “Ofelia”, lo leí en una entrevista que me hicieron en un café… Al finalizar esa lectura se me acerca una chica: “¿Ese poema es suyo?” “Sí, mío”. “¡Hijo de puta!”, me dice. “Mire, disculpe señorita, el poema no será muy bueno pero yo soy un hombre decente”. “No –me explica–, hijo de puta un novio que tuve, que me lo mandó como que era de él.”
((Seguimos charlando en la vereda. Mientras el fotógrafo buscaba ángulos, me puse a conversar con hebras entresacadas de un libro de Gelman. Dice el Juan poeta:
–“Miro mi corazón hinchado de desgracias…”
–Pese a todo, Juan, con nosotros el amor.
–“Somos los que encendimos el amor para que dure… Hemos quemado el miedo, hemos mirado frente a frente al dolor antes de merecer esta esperanza.”
–La esperanza, ¿derecho o deber?
–“Si me dieran a elegir, yo elegiría esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices… Yo elegiría este amor con que odio, esta esperanza que come panes desesperados.”
Gelman me pone la mano en el hombro, salgo de mi diálogo ilusorio. Pienso pero no se lo digo:
–Gelman, cómo no te ibas a llamar Juan. La música de una sola sílaba, arrojada.
¿Podría ser ahora, Juan, que suspendiéramos toda palabra dicha en voz alta, dicha en grito o dicha en escritura?
¿Podría ser que nos diéramos aquí mismo un abrazo a pleno sol en la plena noche?
La parte final del diálogo sucedió en el Peugeot 404, modelo 69 (era de mi padre, es el auto en el ando hoy). La ciudad atorada de vehículos y bocinazos. Imperdonable lo mío: empecé con una pregunta grave, y ya el en el auto concluí con otra semejante:
–Juan, recién me dijiste que la muerte te molestaba. No explicaste por qué.
–Porque no me va a permitir que siga queriendo a los que quiero.
Posdata en el 2021
Me sigo retorciendo adentro del interrogante: ¿Cómo, cómo es posible que de pronto se nos muera un tipo así de poeta? Damas y caballeros, la muerte es una broma pesada, muy pesada. Pero –y aquí se viene la coartada del ateo–: ¿quién nos asegura, como andan diciendo, que Gelman se ha muerto de por vida?
Nos queda el consuelo de sentir que el supuesto muerto, nuestro Gelman, sencillamente ahora está respirando de otra manera. El consuelo de saber que el aire tiene más memoria que los humanos y que aquel aire que lo tocó a él, el poeta, es el mismo aire que nos está tocando ahora, a nosotros. Estamos convencidos, entonces, que aire mediante nos estamos tocaaaaaando. Algo más sabemos: que él, el poeta, ahora no descansa en paz, descansa en intensidad.
En fin: convengamos que Juan Gelman es como la Vida: continúa, siempre continúa. Así en la tierra como en la tierra. Por los siglos de los siglos, y después. Hasta la poesía siempre.
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