La semana pasada, a propósito del aniversario de la muerte de San Martín, escribí en esta columna lo de tantas veces: los argentinos celebramos a nuestros ídolos y próceres recordando el día de sus muertes. Pero resulta que el señor Sánchez Ocampo nos permite transgredir nuestra porfiada propensión a la necrofilia
Roberto Sánchez Ocampo, es decir, Sandro, ha conseguido la hazaña de vadear esa costumbre, tan argentina, de memorar a los próceres en las fechas de sus muertes y no en la de sus nacimientos. Somos mandados a hacer para los mega velatorios y para los sonoros epitafios memorables. ¿Por qué será que así somos?
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La hazaña de Sandro consiste en que el ídolo consiguió que también se lo recuerde –intensamente– por el día de su nacimiento. Eso, el nacimiento, le sucedió en Valentín Alsina el 19 de agosto de 1945. El azar fue generoso conmigo: tuve el privilegio de compartir la víspera y entrada a dos de sus cumpleaños. Recuerdo especialmente el de agosto de 1980. Sandro cumplía 35 años de su edad, estábamos completando un extenso reportaje que se publicó en tres números consecutivos de la revista Siete Días. En esa ocasión descubrí a un Roberto Sánchez Ocampo agudo y reflexivo que, por ejemplo, denunciaba la moda de los geriátricos, los calificaba de “morideros”. Otro tema que lo apasionaba es la defensa de la enseñanza pública. Consideraba que debía ser tan atractiva para los niños que los padres, llegado el caso, debían decirle a sus hijos: “Si se siguen portando mal, mañana no los dejamos ir a la escuela”.
Me gusta recordar aquel día del agosto de 1980… Habíamos entrado en la noche, mucho frío y fuimos a un boliche de ocho mesas de Banfield. Allí, nadie más que nosotros y el dueño, que también hacía de mesero. Sandro pidió el whisky de siempre, le trajo una botella entera. Yo preferí vino. Aquella noche terminó casi cuando clareaba. Sandro reflexionó sobre una punta de temas y llegó a la instancia de la confesión. En algún momento, me dijo:
–“No me importa que me usen. Lo malo es caer en desuso. ¿Ves, Rodolfo, esa lanza que adorna la pared de este boliche?” ¿Qué pasa con la lanza, Roberto? “De la lanza quiero ser la punta y no el mango. Y con la punta quiero romper la lona para que por allí entre el sol.”
Aquella víspera de cumpleaños Sandro la terminó arriba de una mesa y parodiando en tono de discurso:
“–Damas y caballeros… los he reunido en la noche de este precioso día que se avecina para decirles: no quiero que nadie cave la tumba por mí. Quiero yo agarrar la pala. Y quiero saber qué hago con la pala… Si con la pala le doy para adelante, voy a hacer un surco… Si con la pala me quedo donde estoy, haré una tumba, la mía. Nada más. Gracias.”
Y se bajó de la mesa, y me dio un largo abrazo. Y, madremía, brindamos otra vez.
En un día de este agosto del 2020 Sandro está cumpliendo sus 75 años. Y ha conseguido la más difícil hazaña: siendo un muerto argentino, lo estamos celebrando ¡por su nacimiento! Ya sabemos que después de una larga pulseada, Roberto Sánchez murió en un policlínico de Mendoza. Eso dijeron las noticias. Considerando que es un ser querido, digo, como otras veces, que soy del parecer que respira de otra manera.
Retomo un fragmento de mi libro “Madre argentina hay una sola”: Roberto Sánchez Ocampo fue el autor de Sandro; y los autores de Roberto fueron sus padres: don Vicente, el que, sin ser zapatero, se daba maña hasta para cambiarle las suelas a sus zapatos, y doña Irma, “Nina”, una mujer inválida que bailaba como ninguna.
Cerremos los ojos y escuchemos a Sandro:
“El reuma se le convirtió en artrosis al año de yo nacer. Mi mamá entonces tenía 21 años. Así quedó y ya no pudo tener otro hijo. La muchacha vital y rubicunda que se había casado con mi padre se convirtió en una inválida que pesaba apenas cuarenta kilos. Fui criado por esta mujer con serias limitaciones físicas, a la que se le soldaron las rodillas. Cuando yo tenía 23 años y cierta fama y ella tenía ya sus 42, la hice operar. Allí me di cuenta de la importancia de lo que algunos llaman dinero y otros, guita. Para operar a mi madre traje a un médico argentino que vivía en Canadá.
“Yo, inquieto, muy pícaro, salvaje, callejero pero no niño de la calle, fui criado por esta mujer. Ya mayor, siempre traté de estar cerca de ella. Algún atolondrado me acusó de complejo de Edipo. Esta mujer me enseñó todo desde su inmovilidad: a lavarme la ropa, a hacerme la cama. Por las noches nada de Caperucita Roja, me leía “Las mil y una noches”. A mis tres años íbamos todos los miércoles a ver películas de amor. Después me pedía: ‘Contame lo que viste’. Yo entonces le decía: ‘Voy a ser artista de cine en colores, mamá’. Y eso es lo que soy.
“Mi madre me dio cosas definitivas: muy pibe me hizo socio de la Biblioteca Popular Sarmiento, de Valentín Alsina. Me inició en el supremo placer de la lectura. Yo, mientras, era una ametralladora de cometer travesuras. En el barrio me decían terapia intensiva, porque ni mi familia me podía ver”
“La vida entera de mi mamá, que duró hasta sus 64 años, fue un constante sufrimiento. En los últimos años, la bajamos del primer piso y le instalamos su dormitorio en el comedor, más cerca de nosotros. Ella no aceptaba damas de compañía, ni enfermeras, ¡nada de eso! Bravísima, no quería extranjeros en la casa. Y se murió como se moría la gente antes: en su casa y en su cama.
“La vida tanto te da y tanto te quita. Cuánto, pero ¡cuánto me ha dado! Pero, y lo digo sin queja, cuánto, cuánto me ha quitado. A mi añito de edad mi madre era una señora postrada. Con un carácter de la madona, y un temple ejemplar. Ejemplar dije: porque el aprendizaje de ese temple me permitió poco menos que resucitar en 1993, cuando yo apenas podía respirar y sostenerme sobre mis dos piernas para ir a ducharme. Irma Nidia Ocampo fue la mujer elegida por ese otro ser maravilloso que fue mi padre, un hombre que hasta me cambiaba las suelas de los zapatos.
“Tenía 64 años cuando murió mi mamá. Su cuerpecito había pasado por dieciséis operaciones. Estuvo lúcida hasta su última noche. Se murió con la bolsita de agua caliente entre las manos. Ella tuvo tiempo de ver mi fama y toda esa milonga que fue construyendo un muñeco que se llama ‘Sandro’. Pero ella a Sandro, para decirlo en criollo básico, no le daba bola. Yo era el hijo. Y punto. Su entereza estaba sostenida por un humor brillante. Para uno de sus últimos cumpleaños le preguntaron qué regalo le había gustado más, y dijo: “Las zapatillas de baile que me trajo Roberto”.
”Yo soy Sánchez Ocampo, je. Hijo de Irma Nidia Ocampo de Sánchez.”
Posdata
Imaginemos: él, el ídolo, ya es un hombre mayor. Esta noche, se acostará muy tarde… ya asoma el día de su 75º cumpleaños. Pronto se encuentra acunado por un sueño de almohada. Sueña el ídolo con unas zapatillas de baile que ahora empieza a calzarle a una anciana. Ella se vuelve muy joven, en pocos segundos. Entonces, con sus flamantes zapatillas, se pone de pie, deja su silla, da un paso, otro, al tercer paso se encuentra girando en los brazos de él.
Él, el ídolo, en el sueño es mucho mayor que su madre, de pronto tan jovencita. Los dos aquí, ahora, están envueltos en el agua dichosa del mismo vals y bailan. Bailan así, ¡locos de felicidad!
A todo esto, discreto, desde el umbral, don Vicente los está mirando. Don Vicente sonríe sereno, tranquilo. Porque ya vio que la suela de las botas de su hijo no tienen agujeros.
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