Bienvenida la celebración, si es con reflexión. Las fiestas navideñas vienen bien para este propósito, ahora ya casi al final del año 2020 que se nos ha vuelto eterno. Estos días hacemos un paréntesis y nos ponemos “buenos” y nos volvemos comprensivos y nos brotamos de solidaridad
Pregunta, tal vez incómoda: ¿Por qué la bondad, la comprensión y la solidaridad nos duran tan, pero tan poquito? Si tuviésemos unos treinta, cuarenta días de Navidad al año, nuestras vidas, el país, el mundo, serían mucho mejores. Habría menos hambrientos y menos analfabetos y menos desclasados y menos muertos contra natura, y menos racismo y menos xenofobia. Y, seguramente, menos perversos celebradores del presunto fracaso de la vacuna contra el coronavirus.
Por supuesto que hay que celebrar (cuando se puede, cuando hay una mesa y qué comer y qué beber), pero también debiéramos buscar un espejo para revisarnos, para mirarnos sin bajarnos la mirada.
Hace algún tiempo me preguntaron en una encuesta en qué obra artística o episodio humano veo más intensamente reflejado el “espíritu navideño”. Hice mi inventario, y finalmente me detuve en las acciones de un ser humano precioso: el padre Jorge Contreras, que en adelante llamaré Curita. Ya no está a la vista de nosotros, pero su recuerdo sigue, con pulso. Me consuelo pensando que nuestro Curita anda por ahí, respirando de otra manera.
Les comparto algunas cosas menudas sobre él. En los últimos meses de su luminosa vida conversé mucho con el Curita. Esto a través de cartas y llamadas telefónicas, con la mediación de su sobrina, María Soledad Contreras (sí, la que canta hondo). La voz del curita me llegaba frágil, temblorosa, pero sus palabras latían lúcidas. Se estaba consumiendo, pero no arreaba su entusiasmo.
Pienso que debiéramos celebrar las famosas Navidades no sólo en la fecha que nos manda el almanaque; como dije, fecha “usada” para ponernos buenos por un rato. Y para dar rienda suelta a nuestra adición al consumismo. Debiéramos compartir la Navidad más allá de los creyentes de rutina, compartirla sobre todo con los incrédulos que están atravesados de dudas, porque resulta que estos creen en todo. Esos incrédulos suelen ser capaces de creer en la modestia de los gorriones y de descreer de la solemnidad de las palomas; capaces de creer que tejiendo los alaridos de tantos es posible concebir la sinfonía pendiente.
Lo que sigue me gusta recontarlo: aunque mi papá era un socialista espontáneo, romántico, tuve unos años de colegio religioso. Se me armó flor de despelote interior cuando me topé con eso de que nuestra religión es la poseedora única del “único Dios verdadero”. Protesté desde mi niñez, así: “Y los otros miles de millones de habitantes de la tierra, ¿qué culpan tienen de no enarbolar el Dios verdadero? ¿Por qué sólo nosotros somos exclusivos depositarios de ese descomunal privilegio, el de contar con el único “Dios verdadero”?
A partir de este planteo soy agnóstico los días impares. ¿Y los días pares? Soy un ateo con pie plano. Pero mi creciente incredulidad con la iglesia oficial no me impide (con)celebrar con el padrecito Jorge Contreras. Porque él vivía en estado de solidaridad, es decir, en estado de Navidad.
Vuelvo a aquel curita que los mendocinos conocieron más por sus acciones que por sus sermones. Respiró aquí 83 años. Menudo de cuerpo, cargó con varios nombres y algún apellido que madremía… Se llamaba Jorge Juan Augusto Contreras Videla. Observemos: Jorge… Videla… ¡y encima Augusto! Faltaba que de segundo apellido se llamara Pinochet. Madremía. Pero, leve y luminoso como era, el Curita amasando exorcizó semejantes nombres. ¿Amasando qué? Amasando el cada vez más urgente pan de la solidaridad.
Su papá era maestro; su mamá, ama de casa. A respirar aprendió en Campo de los Andes. Se hizo maestro; es decir: agricultor de conciencias. Mucho después despuntó su vocación sacerdotal. En los años 60 la Iglesia sacudió la ciénaga de su abulia con el Concilio Vaticano Segundo. En 1962, a sus 42 años, Contreras se ordenó sacerdote. Eligió de entrada la ardua intemperie, el tercermundismo: “No concebía ser cura sin estar mano a mano con el pobre”. Cambió la comodidad del incienso por el humo de la jarilla ardiente.
Estar con los marginados, en los años 70 era por demás peligroso. Recordemos al obispo Angelelli y a tantos religiosos asesinados. Pero él Curita siguió en Mendoza, en la cornisa. En ese tiempo desnucador de la condición humana, cuando se torturaba, se mataba, se negaba sepultura y se afanaban criaturas de cuajo, desde la placenta, en ese tiempo atroz diez de sus amigos desaparecieron del mapa. Hasta hoy.
Sobrevivió el Curita a la lujuria de la barbarie y, desechando la comodidad de los templos, trabajó hasta en las fiestas de guardar por los derechos de los huarpes de Lavalle. En ese sitio que Juan Rulfo hubiera elegido para desplegar su Pedro Páramo, el Curita fue párroco. Hoy estaría celebrando la restitución de las tierras a las comunidades huarpes, ordenada por la Suprema Corte. Y con él Santos Guayama, que dio su vida por ellas. Y estos últimos años estaría llorando por la represión a los pueblos originarios en el norte y en el sur del país. Sin duda hubiera sido amigo de Santiago Maldonado, ese muchacho artesano que, apremiado por las balas, se arrojó a la correntada de un río helado, sin saber nadar…
Nuestro Curita siempre eligió el camino más arduo: sembró en el desierto, que es donde hay que sembrar. Hay una iglesia dada a la comodidad, a la pompa y al vivir digestivo. Pero hay otra iglesia que se codea con los (des)poseídos. Nuestro Curita en su intensa vejez vivió en el Barrio La Gloria. Con Chicho Vargas, alentó Los Gloriosos Intocables. Murga mediante, rescataba criaturas de la calle en un provincia en la que taaaaanta gente almidonada ve a los pobres como sinónimos de delincuentes.
El Curita nunca se lavó las manos. Eligió, como el Jesús de los maderos, estar con harapientos, presos y (des)gajados. Jamás con mercaderes, ni con mafiosos, ni con esos que buscan solucionar la inseguridad con las armas en casa, con la tortura y la bala fácil. Él sabía que la delincuencia proviene de la destrucción de la familia; y que la destrucción de la familia sucede como consecuencia del desempleo y de la analfabetización.
Soy “un enamorado de Dios”, decía. Estaba enamorado del amor. No del amor en cómoda cuotas mensuales, no del amor lavativa. Estaba enamorado del amor que predicaba aquel Jesús que tanto mentamos entre los días 24 y 25 de cada diciembre.
Posdata
Lo dicho: cualquier fecha puede y debiera ser Navidad. Propongo compartir el brindis con el Curita Contreras que anda sueldo, por ahí, bordado en la camisa de nuestro aire.
El Curita nos está diciendo sin necesidad de gritar: hermanos y hermanas, a las armas no las carga el diablo, las cargan los imbéciles. Hermanos y hermanas, el amor de los amores siempre llegará más lejos que toda histeria, que toda bala perdida, que toda picana, que todo misil, que toda paranoia convertida en ideología.
Por estas fechas, en las que la histérica xenofobia es alentada hasta por aspirantes a la presidencia de la república, cuando todo se justifica amparados en la coartada del “orden” y de la “seguridad”, por estos días, justamente, recordar a seres como el Curita Contreras no es necesario, es imprescindible.
Aprovechemos la ocasión, reflexionemos codo a codo con el Curita. Recordemos que la verdadera patria es el mundo entero.
¿Y las fronteras para qué están? Las fronteras son un invento de los hacedores de muerte y de misiles, de hambre y de analfabetización.
Damas y caballeros: ser buenos y solidarios sólo para la Navidad es una trampa anual, es una estafa. El amor de la boca para afuera, no es amor, es caca de la hipocresía. Si de pronto apareciera una especie de Jesús en estos días, y llegara hasta nuestra casa y tocara el timbre y nos pidiera no más que un simple vaso de agua, ¿qué haríamos? ¿cómo lo recibiríamos? ¿Le abriríamos la puerta para el vaso de agua o llamaríamos ¡urgente! a la comisaría más cercana?
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