Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Los 11 de setiembre se recuerda el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York. Y se recuerda la muerte en su sitio, de Salvador Allende, en el Palacio de la Moneda. Muerte, la suya, que significó un repugnante atentado contra la bendita democracia.
Solemos ser muy selectivos en los dolores de los 11 de setiembre: esas fechas anidan estupor y vergüenza, motivos para reflexionar/nos. No es para menos: ese día, entre otras cosas, sucedió lo de las Torres Gemelas, y sucedió el bombardeo a la democracia de la Moneda, que trajo la muerte de Salvador Allende, el Chicho, alguien que creyó fervorosamente que se podía consolidar un gobierno marxista respetando las estrictas normas del sufragio, en democracia. Pero hay algo más: cuando llega esta fecha celebramos el día de la maestra y del maestro… Y tan cerca de ese día, al acecho, agazapada, plena ¡ahí viene la feroz primavera!
La conmemoración de las maestras y de los maestros se vincula con la muerte de Domingo Faustino Sarmiento. Según una costumbre muy Argentina recordamos a nuestros próceres por el día de sus muertes. No desperdiciemos la ocasión para recordar que el maestro Sarmiento nació el 15 de febrero de 1811. A la figura del enorme Sarmiento se la viene despilfarrando. Sarmiento era una especie de locomotora de ocurrencias ¡y de acción! Desmesurado en todo, exuberante, por ráfagas arbitrario, soñaba con un país de escuelas, colegios y universidades públicas. Llegó a presidente de la república, pero, no lo olvidemos, antes fue maestro y director de la escuela de San Juan, a la que él fue de niño. Lo dicho: su figura en estos años fue afanada como bandera por los liberales libertarios que no tienen nada de liberales y menos de libertarios. A ver: ¿qué hubiera expresado el Sarmiento cruel sobre gobiernos (neo)liberales que marginan el presupuesto destinado a escuelas, colegios y universidades públicas? (Neo)liberales que se apropiaron con alevosía del concepto y de las palabras republicanismo, diversidad, libertad.
A algunos elogiadores de Sarmiento en estos años, el genial sanjuanino sin duda los hubiera repudiado con su vehemencia, con sus “puños llenos de verdades”. Sin ir más lejos imaginemos la furia del Faustino senador cuando gobernantes (neo)liberales descalificaron el ministerio de educación pasándolo a secretaría de educación. O cuando, desde la alevosa impunidad, se decía campantes: “Ramal que para, ramal que cierra”. Sarmiento entendía el servicio ferroviario como el tramado sanguíneo del cuerpo humano. No debiéramos poder cortar nuestras arterias.
Estos años Domingo Faustino, más allá de sus desmesuras y de su violencia de época, no era un hijo del marketing; él soñaba haciendo. Y escribía sus propios discursos. A propósito del escritor, no nos olvidemos que tenía una prosa potente, musculosa, no casualmente admirada por don Borges. La Argentina que él soñaba no sólo fue el granero del mundo sino, además, un ejemplo continental por su “escuela pública”, sus colegios, sus universidades. Un detalle: quien se asome a sus 52 libros advertirá enseguida que si algo aborrecía Sarmiento era justamente el culto de la vagancia y del plagio. Los palos de golf los hubiera partido en el lomo de los charlatanes vacíos. Tenía su carácter el hombre, y no lo disimulaba.
Con frecuencia se esconde el rol fundamental que tuvo Sarmiento en la implementación de la Ley 1420, la que promueve la educación común, gratuita y obligatoria. Y además, laica. Es tiempo de alumbrar eso, tan soslayado. Y sigamos con nuestro ejercicio de memoria, convencidos de que con la memoria no se retrocede, al contrario, se semilla un futuro diferente y mejor.
Estoy recuperando conceptos vertidos en esta columna a lo largo de diez, de quince, de veinte años. Ahora mismo detengámonos en el “11 de setiembre del 2001”. Ese día asistimos a una tragedia de origen confuso, oscuro: el derrumbe televisado de las Torres Gemelas de Nueva York. La tremenda atrocidad de la aniquilación de las Torres Gemelas, cobro cientos, miles de muertes, y sirvió a las pocas horas para justificar guerras y “genocidios preventivos”. Incluso sirvió para naturalizar la tortura como recurso necesario. Estos años se llegó al colmo de nombrar a las torturas con un eufemismo de cinismo atroz: en vez de “tortura” ahora los escribas del Imperio dicen: “Interrogatorios exigentes”. Joder, qué cinismos creativo.
No, no dejemos pasar la ocasión. Sigamos hojeando el pasado, si es que queremos construir un futuro minimamente humano. Ahí tenemos, muy traspapelado, otro “11 de setiembre”, el del año 1973. Ese día fue bombardeado en Chile el Palacio de La Moneda; la triste hazaña fue craneada por una mente brillante, la de, por así decir, gran estadista. Añado, serial: Henry Kissinger.
Comparemos por favor: Salvador Allende pudo haberse escapado, exiliado, pero no dudó: decidió morir en su sitio, sitio para el cual había sido elegido democráticamente. Quién se anima a negarlo: En la historia de la humanidad, el suyo fue el primer gobierno marxista elegido mediante las urnas.
A su vez Kissinger, convertido en algo así como un Bin Laden de traje, corbata y chaleco, dispuso sus avioncitos criminales para bombardear mirando a quién y sin
mirar a quién. El daño que se le hizo a las democracias del mundo entero con la muerte de Salvador Allende, es inconmensurable. Escucho voces airadas: ¿Se suicidó o lo suicidaron? Lo mismo da. No abandonó el barco.
No quiero traspapelar el 11 de setiembre chileno (¡y latinoamericano!), porque nos trae al presente a Salvador Allende, un político de palabra, y de cojones, que, pudiendo rajarse, como tantos, eligió el coraje de suicidarse. Así es: Salvador Allende no se las tomó, no le dio vacaciones a su dignidad, murió exactamente donde debía. Para eso fue elegido por las urnas, tan ofendidas, en estos años. No está demás reiterarlo: Allende, como muy pocos estadistas en la historia de la humanidad, estuvo a la altura de la fe que millones de seres le tenían. Nada menos. Me gusta reiterarlo: el “Chicho” murió en estado de democracia. Damas y caballeros ¡cuánta coherencia! ¡y qué par de güevos!
Se volvió costumbre de los autodenominados “comunicadores” eso de medir las tragedias por su costado cuantitativo. Incluso reflexionado con este penoso criterio, el 11 de setiembre de1973, cuando se profanó y violó la democracia encarnada por Salvador Allende, se cobró, en vidas, el equivalente de alrededor de diez Torres Gemelas. Todos murieron, de a uno.
La fuente del alba
Resulta por demás incómodo hacer memoria. Pero es imprescindible flamear: en el día de los maestros y de las maestras emerge el rostro luminoso de Carlos Fuentealba. ¿Nos resulta familiar ese nombre, ese apellido? Para los distraídos olvidadizos traigo ahora la recordación de un aciago día del año 2007. A los desmemoriados que practican la indiferencia activa se les recuerda que Fuentealba era un joven maestro. Fue fusilado por la nuca en la ruta 22, en una represión ordenada por un tal Sobisch, por entonces gobernador de Neuquén y en campaña para presidir la república. Carlos era maestro, profesor de química, fue asesinado cuando tenía 40 años y siete meses de edad. No alcanzó a celebrar el día del maestro del año 2007, ni ha podido celebrar este reciente 11 de setiembre del 2024.
Una acotación: el matador de Fuentealba, el excabo Darío Poblete, fue condenado a Prisión perpetua. Los que no recibieron juicio ni condena ni nada fueron los que ordenaron aquella represión. Argumentaron: “fue un accidente”, “fue una casualidad”. Y algo asqueroso dijeron: que Fuentealba “se la buscó”.
Nadie apunta a la nuca de un humano que piensa diferente “por casualidad”.
Nadie se toma atribuciones del Dios que comulga hincado y dice venerar, y le quita la vida a otro humano “por casualidad”. Damas y caballeros: es tiempo de que lo aprendamos: nada hay menos casual que “la casualidad”.
Sabía muy bien el señor Sobisch que las muertes “acarrean un peligroso costo político”. Claro, él sólo quería “imponer orden” dando palos y metiendo miedo; escarmiento para los quejosos maestros. Pero claro, se les fue la mano a los agentes del “orden”. Hoy no se puede negar que esos “ordenadores” traducen los sentimientos y pensamientos de demasiados muchos que a la Constitución cada dos por tres la usan de papel higiénico. Y/o de forro. A la Constitución y a la democracia también. Piensan con el corazón del bolsillo, adhieren al (neo)liberalismo que arrasa con generaciones y siembra a mansalva no sólo soja, además siembra analfabetismo y analfabetización.
Mientras tanto, los antibarbijos y antivacunas y antitodo a coro siguen diciendo: “Estamos contra el aborto, ¡la vida es sagrada!” A esas gentes les tomamos la palabra. A Carlos Fuentealba, maestro, lo borraron mediante un aborto posterior. Porque hay abortos “antes de” y, aunque suene contradictorio, hay abortos “después de”. Hay abortos en el vientre de las mujeres madres. Y hay abortos en el vientre de la Vida misma. Si se entiende por aborto la “interrupción de una vida”, en este caso la vida del maestro Fuentealba fue interrumpida, de cuajo, con el beneplácito o la indiferencia activa de los que no dejan de proclamar que “la vida es sagrada”.
Posdata. Abundan los que siguen diciendo: “Él se la buscó”. Por eso le calcinaron la nuca. Claro, ¿a quién se le ocurre pensar y, encima, pensar diferente? ¿Viva el Orden? ¿Viva la Mano Dura? ¿Viva el método Bolsonaro? ¿Viva el aborto posterior? Pero caramba, ¿no será que con todo lo anterior estamos diciendo “viva la muerte”? A propósito de los simpatizantes nativos de Bolsonaro y de los Trump es evidente que la verdadera democracia les produce arcadas. Vomitan violencia y tienen el corazón anegado de odio.
Volviendo a Fuentealba. Debemos admitir que aquel comprometido maestro realmente andaba en “algo” muy, pero muy peligroso, para el (neo)liberalismo de estos pagos: estaba trabajando en un plan para alfabetizar albañiles. Nada menos.
Muy peligroso, peligrosísimo.
Este setiembre del 2024 viene bravo. No, no bajemos los brazos. Encontremos ánimo y aliento, sabiendo que este setiembre de jubilados apaleados viene con primavera incluida. Eso sí: para que la primavera nos suceda hay que estar despabilados, despiertos ¡y vivos!
No le aflojemos. No nos aflojemos. La inminente, la impostergable primavera cuenta con nosotres. Respetemos la vida del otro, de la otra, de les otres. No caigamos en la tentación de querer eliminar al que no piensa como nosotros. El otro nació para vivir, y nosotres también. En verdad, aquí, últimamente todo parece craneado para una guerra civil; pero no, pero no caigamos en esa espantosa tentación. Porque los que pagarán el pato y los patitos son nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Con esto no estoy queriendo decir que debemos escondernos debajo de la cama, quiero decir que debemos despertarnos. Es decir, como quería Fuentealba, tenemos por ejemplo que alfabetizar. Este será el mejor modo de honrar al mentado Sarmiento. Será como plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro.
¿O, dada la situación, será mejor no tener un hijo, ni escribir un libro? Para justificar nuestro pestañeo de tránsito sobre esta Tierra, será mejor que en cambio plantemos tres árboles. Un, dos, tres almácigos. Que buena falta le hacen a este tan saqueado planetita donde se ha naturalizado el posible suicidio de la totalidad de sus habitantes.
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