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El gran ícono del siglo XX

El gran escritor estadounidense Norman Mailer contó como pocos qué son la vida, la muerte, Estados Unidos, el mundo y también el boxeo, en el que aplicó con maestría sus oficios de escritor y periodista, especialmente cuando fue a Kinshasa, Zaire, para escribir sobre el combate en el que Muhammad Alí venció a George Foreman, el 30 de octubre de 1974, por el título mundial de los pesados.

03/06/2024 16:05
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Por Roberto Suárez. Especial para Jornada

A modo de tributo y de memoria para Mailer, van algunos párrafos que todavía impactan: “Estaba solo en el ring, el aspirante retando al campeón, el príncipe en espera del pretendiente, y a diferencia de otros boxeadores que languidecen en los largos minutos previos a la aparición del poseedor del título, Alí parecía disfrutar como un rey en su indiscutida posesión del espacio. No sólo no parecía tener miedo, sino que daba la impresión de estar al borde mismo de la felicidad, como si la disciplina de pasar dos mil noches durmiendo sin su título, después de que se lo arrebataran sin haber perdido un combate –que para un boxeador es sin duda una frustración equivalente al impacto que provocaría escribir “Adiós a las armas” y no poder publicarlo–, hubiera sido una prueba bíblica de siete años al final de la cual llegara con lo fundamental de su honor, su talento y su deseo de grandeza intacto y radiante.

Parecía completamente listo para pelear con el hombre más fuerte y más cruel que se viera en muchos años en los círculos de la categoría de peso pesado. Termina su crónica escribiendo: “Muhammad Ali es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación”.

Es bueno recordar esta cita de Mailer en este mes de junio en que se cumplen 8 años desde que  Muhammad Alí dejó lo terrenal para trascender al mundo de los inolvidables. Fue el hombre que se inventó varias veces a sí mismo y reflejó los traumas y conflictos de los Estados Unidos de su época, murió un 6 de junio, de 2016, en un hospital en Phoenix (Arizona) a los 74 años. El boxeador llevaba 32 años batallando contra la enfermedad de Parkinson, un desorden del sistema nervioso que afectaba sus movimientos.

 

Fue, sin dudas, el mayor deportista del siglo XX. Nombrado “Rey del Boxeo Mundial”, distinción que se le otorgó en el marco de la inauguración de la 50 convención anual del Consejo Mundial de Boxeo. “Soy el rey del mundo”, decía él, y fue cierto. No sólo nadie redefinió el deporte como Alí, sino que nadie lo trascendió como él, como afirma John Carlin.

Para muchos fue el mejor de la historia. Trascendió boxeando, y lo hizo a lo grande. Pero también como hombre, como gran defensor de su raza, y fundamentalmente como un gran pacifista. Sin ser un activista político, ni social, su carácter contestatario le hizo enfrentarse a la reaccionaria América blanca de los años 60, y se convirtió en un símbolo de rebeldía para los afroamericanos que peleaban por sus derechos civiles más básicos.

 

Así estableció su alegato, imborrable en la historia, para negarse a ir a la guerra de Vietnan: “Por qué me piden ponerme un uniforme e ir a 10.000 millas de casa a arrojar bombas y disparar balas a gente de otra piel mientras los negros de Louisville son tratados como perros y se les niegan los derechos humanos más simples?”.

 “No voy a dar la cara para ayudar a asesinar y quemar a otra pobre nación simplemente para continuar el dominio de los esclavistas blancos”. “Pregunten lo que quieran sobre la guerra de Vietnam que siempre les cantaré esta canción: “no tengo problemas con los vietcong, porque ningún vietcong me ha llamado ‘nigger’ (la forma despectiva de negro)”.

Luego de su última pelea, su coraje, su fino estilo y demoledora pegada en el ring, y sus posiciones contestatarias y de protesta, siguieron siendo poderosos símbolos de una época dorada del boxeo y un momento crucial en la historia contemporánea de los Estados Unidos.

 

Tras su retiro, Alí se involucró en muchas causas humanitarias, y siguió desafiando al sistema político de su país con visitas a Corea del Norte, Afganistán, Cuba e Irak, entre otras naciones. En 2005 recibió la Medalla de la Libertad, el mayor honor que pueda recibir un ciudadano estadounidense.

En 1996, a pesar de los temblores causados por la enfermedad de Parkinson, encendió la antorcha olímpica, símbolo de la paz mundial y la unidad, en la ciudad de Atlanta, precisamente donde fue considerado un ciudadano de segunda clase.

 

Cassius Marcelus Clay Jr, luego Muhammad Alí, flotaba como una mariposa y picaba como una abeja. Su boca llegó a ser más letal que su gancho de izquierda o su jab. Él bailaba, él jugaba y se burlaba, él demolía. Pero aún había algo más en Alí que su mero carisma. Algo que quizá fue definido de la mejor manera por Floyd Patterson, uno de los grandes rivales de Alí: “Al final entendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio, era historia”.

En su obra maestra, “Rey del mundo”, David Remnick, ganador del premio Pulitzer, le pregunta en una entrevista cómo le gustaría que la gente lo recordara y el viejo Alí le responde: “Como un negro que ganó el título mundial de los pesos pesados y que tenía sentido del humor y que trató a todos con justicia. Como un hombre que nunca miró por encima del hombro a quienes así lo miraban a él y que ayudó a tantos de los suyos como le fue posible, no sólo financieramente, sino también en su lucha por la libertad, por la justicia y por la igualdad. Como un hombre del que los suyos no se avergonzarían”.

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