Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Hace algunas semanas atrás les hablaba de un cándido muchacho con quien mantuve conversaciones de gran alcance. Hoy, ha regresado a mis pensamientos mi encuentro aquel y resulta que he tenido el impulso de expeler alguna que otra noción al respecto. Ya ven qué fructífero puede llegar a resultar el encuentro cara a cara, ese encuentro que, a fuerza de ser real, se recrea en nuestro espíritu a cada instante. Perdura, más todavía en estos tiempos nuestros en los que tan solo vemos el mundo a través de esas pequeñísimas y deformadoras ventanitas que cada uno de nosotros lleva en el bolsillo.
Pensaba en el hecho de… ¿cómo llamarla? Cierta esperanza inherente. Vivimos como por un fugitivo reflejo. Esta vida nuestra se encuentra pro-yectada hacia el futuro. Como bien decía Julián Marías, los hombres somos futurizos, tenemos condición de futuros; somos siempre, pero siempre estamos por ser. Esta es una cosa significativa, porque acusa cierto estado de presunción que cada uno establece sin darse cuenta; cada uno vive despreocupadamente, sin cuidarse del futuro inmediato, ese que en cualquier momento puede segarlo, ese que puede aniquilarlo en un instante.
Y yo pienso todas estas cosas porque con aquel muchacho hablábamos de las tan diversas posiciones frente a la vida en las que uno puede verse abrigado, pero a mí no podía dejar de parecerme evidente —como aún no puede— que, precisamente, esa condición de futuros nos hace tener alguna confianza en que un después acontecerá realmente y nosotros aconteceremos con él. Después también seremos, y tal cosa significa que presumimos nuestra existencia. Esto es ostensible, ya que si acaso tuviéramos la certeza incontestable del momento en que hemos de morir, dejaríamos de movilizarnos; quien conoce su destino lo consuma por eso mismo; conocer el acontecimiento de la muerte es haber muerto.
Pero esto es tan solo una aproximación filosófica y para nada se trata de una artera aproximación pesimista. Y de hecho tal cosa me sirve para instalar una idea que en aquella oportunidad, cuando hablaba con ese mi interlocutor, no pude aclarar lo suficiente. Basándome en estas nociones me es dado traer lo que tantas veces menciono y que tantas veces han mencionado mis tantos compañeros de las letras: la vida es sueño. Es sueño o debe ser un sueño. La vida se nutre de la potencia imaginativa de cada quien; vivimos gracias a la idea de que más tarde también viviremos y por lo tanto vivimos una realidad imaginaria.
Y es tal la tarea en que se empeñan los sueños: volver esta vida otra y lanzarla, a su vez, hacia delante. Los sueños son el vehículo definitivo hacia el porvenir porque son siempre posibilidad y solo nos moviliza lo posible. «¡Lo imposible también!», dirá alguien, pero se trata de una misma cosa, nada es imposible porque todo puede ser siempre justamente por no haber ocurrido antes; nunca debemos cerrarnos a los acontecimientos futuros, ya que puede que nos sorprendan (y tal cosa debemos esperar). Y en esto decanto inevitable y nuevamente en el mundo de los niños, ese del que les hablara también hace algunas semanas.
Pero ocurre, sí… a los adultos nos ocurre, ¡ay, tristeza!, que nos cerramos a los sueños; nos cerramos al futuro. Por ejemplo, cuidamos la vida de los pequeños hasta lo ridículo y a veces he llegado a considerar que muchos padres jamás quisieran verlos crecidos, y van como suavizando los terribles bordes de la vida como si acaso pudieran evitar que los críos lleguen a dar con el Dolor. Pero yo creo —y lo digo con humildad, puesto que no soy padre— que no se trata de evitar el sufrimiento y mucho menos se trata de madurar a la manera común. Yo creo que debemos preservar la vida de los niños de tal forma que puedan crecer sin perder un ápice de su condición de soñantes. Que deberíamos buscar el sendero adecuado para una adultez despierta, pero que tenga asimismo la noble capacidad de creer en esta vida y de volverla un poco hacia los sueños, ¡sin cobardía, sin timidez! Yo sé que, una vez vueltos hacia la vida, el plácido sueño cuesta ¡y mucho! pero no hay mayor coraje —ni mejor ejemplo— que soñar despiertos; que soñar… que vivir en sueños, como los niños.
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