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Un barrio herido de muerte

Pude sentirlo a algunos metros antes de llegar: la atmósfera enrarecida, un seco silencio lleno de incógnitas; todo se encontraba como achatado, algo había constreñido al barrio contra sí mismo hasta casi hacerlo desaparecer

26/06/2022 22:45
El cordón de la policía en el lugar del hecho. | Foto: Alé Julián Sosa.
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Aquello que C. G. Jung gustaba llamar «sincronicidad» es una de las cosas que más suelen presentarse ante mi pensamiento. Las más de las veces me cuesta comprender del todo bien cómo es posible que los hechos se imbriquen de tal manera, que se entrelacen de tal manera. Ayer en la tarde, escribía yo acerca del agrietamiento de las cosas y de una huida general del mundo; una muerte general. En la noche, iría a descubrir un fatídico acontecimiento: un quiosquero asesinó con extrema frialdad a un muchacho. Y ocurre, ustedes perdonen, que quien aquí les escribe lo conocía. Yo conocía al muchacho que ayer, helada noche imposible, caía fulminado sobre la vereda, y que caía a su vez como un yugo sobre las cabezas turbadas del barrio… del barrio de mi infancia.

El muchacho se llamaba Esteban Palombarini, le decían «el Plancha», incluso más lo conocía yo por su popular seudónimo. Un hombre quizá algo brusco en sus modos —quiero decir, alguien más bien tosco—, pero cargado de ternura y gestos amistosos. Más de una vez lo encontraba en las esquinas del barrio, muchas veces en medio de la noche, y escuchaba su declaración orgullosa: «Nosotros cuidamos el barrio. Vos ya sabés, cualquier cosa que pase, nos decís. Acá nos cuidamos entre todos», y acto seguido me ofrecía un trago de cerveza. «No, Plancha, gracias, me estoy yendo al laburo. La próxima». Y allí se quedaba, en su estancia sin fronteras, brindando como en una eterna noche de vapores y cómplices miradas; en una noche de camaradería imperecedera. Hidalguía barrial —¡que la hay!— de esos extraños Quijotes que hacen del barrio su reino y su fuente inagotable de nuevas empresas.

 

Esteban Palombarini en un asado con amigos.

 

El día que aún no llega

Nos reuníamos con mi familia en casa de mi madre, casa que se encuentra exactamente a una cuadra de donde aconteció el hecho. Llegábamos con mi hermano Mauco y mi amada Johana, y yo pude sentirlo a algunos metros antes de llegar: la atmósfera enrarecida, un seco silencio lleno de incógnitas; todo se encontraba como achatado, algo había constreñido al barrio contra sí mismo hasta casi hacerlo desaparecer. Ni bien llegamos, nos acercamos a la esquina. Tiempo hace que no veo yo rostros tan abatidos. Los vecinos, reunidos en extrema confusión, todavía no llegaban a explicarse el qué, el cómo y, sobre todo, el por qué. Me abordó una vecina:

—¡¿Vos podés creer?! ¡El Plancha, boludo! ¡Vos sabés lo bueno que era! No puede ser… Yo siempre vivía tranquila porque, cada vez que llegaba tarde, él estaba en la esquina y siempre me esperaba a que entrara a mi casa y todo… Ahora no sé qué voy a hacer, ¡el nos cuidaba! ¡Lo dejaba solo en el local! ¡Laburaba conmigo!

Cierto. Esteban trabajaba en los más diversos oficios, y trabajaba en más de una ocasión con la gente del barrio. Uno de sus amigos me brindaba sus palabras:

—... no puede ser, hermano. El vago era lo más bueno que había. Nosotros siempre que sabíamos de un laburo le avisábamos. El chabón laburaba de lo que sea: le decíamos de un laburo en construcción, iba; le decíamos de lavar autos, iba. El chabón no le hacía problema a nada… ¡Deportista, el loco! [Fue jugador de básquet durante años] ¡¿Qué te puedo decir?! Este… ¡Este imbécil [Por el quiosquero que lo asesinó] no nos mató al Plancha, mató a nuestros amigos, mató a una madre, mató a un padre! ¡Nos mató a todos!

 

El sitio exacto donde cayó el Plancha. | Foto: Alé Julián Sosa.

 

Una de las cosas que más llamó mi atención —dadas las circunstancias— fue que sus amigos, frente al extremo dolor, en vez de insultar con odio visceral, y en vez de ofuscarse buscando a toda costa una venganza sangrienta, lanzaban insultos modosos, tímidos. «Estúpido», «idiota», «infeliz», eran algunos de los adjetivos con los que se referían al verdugo, y fue entonces que me resultó claro: estaban visiblemente desgarrados y por sus tantas roturas se escapaba un sibilante enojo que no golpeaba nada. Los muchachos del barrio se encontraban inermes frente a tan oscuro absurdo. A los muchachos no les quedaban fuerzas para golpear de tan golpeados; les han drenado el vigor a fuerza de tristeza. Así sonaban, como gritos apagados y sin destino, rebuscando en un desierto de hielo, ¡buscando una luz el día más frío del año!

Coronaba un vecino:

¡Nos mataron un alma!

 

Esteban —en su trabajo— junto a un amigo.

 

La semblanza de mi barrio

Barrio tranquilo si los hay, e incluso no tan barrio. Digo, nunca hubo, al menos en mi cuadra, el folclore que suele encontrarse en los barrios tradicionales. Ocurre que mis vecinos eran en su gran mayoría de edad avanzada y que, en rigor, se trata de un barrio de vida más bien corta, ya que los edificios que circundan la calle que me vio nacer son relativamente nuevos. Sin embargo, el Plancha era parte de la fauna cotidiana del vecindario desde que tengo recuerdo; cuando yo era tan solo un pequeño solía verlo ir de aquí para allá con su banda de amigos —costumbre que jamás logró derribar la corriente del tiempo—. Esteban vivía a la vuelta de mi casa, por la vereda de enfrente. Eventualmente tenía noticias suyas y otras tantas veces desaparecía de mi radar por completo.

Ya hace años que no vivo por allí, pero, como he ilustrado hace algunos párrafos, suelo ir continuamente a visitar a mi madre. En más de una ocasión logré cruzarme con Esteban e intercambiar saludos, y es de hacer notar que hace tan solo una semana mi madre le había llevado el auto para que se lo lavara. Sí, él lavaba autos en el garaje de la casa de sus padres.

 

Esteban «el Plancha» Palombarini.

 

Nahuel, mi hermano, tiene su consultorio en casa de mamá, y fue él quien realizó el enlace entre ella y Esteban. Me contaba, a propósito de esta nota, que hace dos semanas se lo encontró al acabar su jornada, cuando estaba subiéndose al auto por volver a su casa.

—¡Nahu, Nahu!... [Mi hermano bajó el vidrio] Che, mirá... ando lavando autos, me he comprado la hidro. Estoy arrancando con esto… Estoy cobrando $700, a vos te cobro $500.
—Hola, Plancha, mirá... mi vieja tiene el auto igual de mugroso que el mío… yo ahora me estoy yendo. Voy a hacer una cosa, le voy a pasar tu teléfono. Pasamelo y le digo que te avise…

Me contaba mamá, días después de aquello:

—¡No sabés qué divino el Plancha! Ayer le llevé el auto…
—¿El auto?
—Sí, ahora se ha puesto a lavar autos… Bueno, el tema es que se demoró bastante y yo tuve que ir a buscarlo a la hora que habíamos quedado. Resulta que llegué y todavía lo estaba lavando… Me hizo pasar al garaje, pero estaba muy nervioso, ¡bonito! Y le pasaba y le pasaba el trapo. «Espere, señora, que acá siempre se nota y yo quiero que quede
[fregaba] bien…». ¡Estaba todo transpirado; se desvivió! Un divino ese chico, re amable. Me pone contenta que esté con ese emprendimiento.
—Sin dudas, má. A veces, la gente suele referirse a estas historias con cierta nostalgia, pero a mí me parece que hay que hacerles notar la dignidad que implica, lo importante que es salir adelante con esfuerzo y honestidad.
—¡Pero por supuesto!

 

El Plancha en una reunión con los vecinos del barrio.

 

Testimonio de una noche terminal

La noche de este sábado, cerca de las 19:30 h, Esteban abandonaría para siempre su continuo errar por el barrio. Lo arrebataron secamente, sin la menor vacilación. Todo el barrio conocía a su victimario, Gerardo Godoy, y también se sabía que mantenían una relación algo inestable; hacía tiempo que tenían problemas, aunque no necesariamente se trataba de una hostilidad incesante, también llegaban a saludarse como cualquier vecino.

 

«Minimarket La Esquina», el quiosco que atendía Gerardo. | Foto: Alé Julián Sosa,



Según testigos directos, ocurrió que el Plancha quiso pedir una cerveza fiada —se trata del quiosco más antiguo del barrio—, pero Gerardo, quien atendía en ese momento, se negó rotundamente y comenzaron a discutir de manera airada. Antes de salir del local, Esteban tiró con enfado algunas mercaderías al suelo; inmediatamente, el quiosquero sacó un arma y comenzó a dispararle (tal parece que le acertó un disparo en la pierna antes de que alcanzara la salida). El Plancha ya se encontraba a unos quince metros del local, cuando su victimario, que había ido a buscarlo, le espetó a traición dos tiros por la espalda. Esteban cayó agonizante y perdió la vida a los pocos minutos

Vicky, una valiente vecina, me ofreció su testimonio:

«Ayer, estaba llegando a mi casa. Estoy por llegar a la puerta de entrada de mi edificio —había dos vecinos que miraban hacia la calle—, y siento unos disparos y un ruido de chapa muy fuerte. Me doy vuelta pensando que habían chocado, y un chico que estaba ahí me dijo: “El de la esquina le acaba de pegar dos tiros a un hombre”. Yo le pregunté: “¿De verdad?” (porque yo escuché, pero justo estaba de espaldas). Me giro, y uno de los chicos me dice: “Sí, está tirado ahí en los locales nuevos”. [Unos locales que está construyendo el dueño del quiosco en cuestión] Voy hacia la calle y veo a un hombre tirado. Llamo a la policía y le cuento lo que había pasado, porque los chicos vieron que fue el del quiosco, el Gerardo. Mandan el móvil y me pasan con el Área de Emergencias para solicitar una ambulancia. Me pidieron si me podía acercar porque querían saber si el hombre respiraba o estaba vivo —yo no sabía que era el Plancha, porque estaba tirado boca abajo y de costado—. Me voy a acercando por la calle, llego al borde del escalón de la vereda, lo miro; le veo la cara pero no lo reconozco. Cuando me voy a acercar más, miro de nuevo a la esquina y Gerardo sale de nuevo a mirar; se para, lo mira, mira para donde estaba yo, y se vuelve a meter al quiosco. Ahí le digo al de emergencias que me iba a ir corriendo porque me dio miedo que me diera un tiro.
Me estoy yendo para mi casa, y se acerca una chica de enfrente. Ahí lo reconocen al Plancha y van a buscar a sus amigos».

 

La zona del hecho acordonada y con custodia policial. | Foto: Alé Julián Sosa.

 

El ejecutor del inaprensible crimen siempre había tenido más de un problema con la gente del barrio; incluso yo mismo lo tuve algunas veces cuando adolescente. Recuerdo verlo entornando los ojos, mirando con desgano y desdén, intentando cazar alguna expresión para hacer de ella una ofensa que justificara su insidia. Así, continuaba Vicky

«Nosotros vivimos hace un montón en el barrio. Conocíamos al Plancha, él era amigo de mi hermano… Nosotros lo queríamos un montón: bueno, trabajador, muy amable. Si llegábamos tarde en el auto, él estaba ahí siempre cuidando. Nosotros nos sentíamos seguros.
A ese quiosco íbamos siempre, pero íbamos solamente a cargar la tarjeta; no teníamos ningún tipo de relación. Una vez, mi hermano fue, Gerardo estaba con otro hombre, y le dijo: “Acá tengo un fierro para cualquiera que se me haga el vago”. De todas maneras, mi hermano no le prestó atención. El tipo siempre trataba mal a la gente, a mis hermanas también… nos hablaba mal. A mi novio también, a veces iba a comprar y Gerardo estaba con otro hombre, y le hacía comentarios como para provocarlo».

¡Y cuánto monté en cólera yo por el incauto proceder de los medios! ¡Tan poca cintura para comunicar debidamente al pueblo por el solo hecho de perseguir el clic! No hubo periódico en la provincia que comunicara fielmente lo acontecido, todo esto porque no hubo jamás el mínimo interés en ello. ¿Qué más da que maten a un tipo en un barrio cualquiera? ¡Algo habrá hecho! (¡Que funesto y vil latiguillo social!). Pero así las cosas, cuando los eventos nos pasan de soslayo —y esto pasa las más de las veces— nunca nos escuecen. Dormimos la mona. ¡Y jamás nos cuestionamos lo tanto que implica una muerte! Una muerte no acaba en su acontecimiento, continúa furtivamente infestándolo todo a su paso. Toda muerte es posesiva, siempre el muerto se le muere a alguien. Por esto, los vecinos han realizado una colecta para poder afrontar los gastos del sepelio de aquel que se le murió al barrio.

Recordaba entonces las conversaciones del almuerzo en casa de mi madre: «¡Cuánto vale la vida! ¡Por unas pocas palabras, nada más! ¡Te matan por cualquier cosa!».

«Palabras»… palabras son lo que faltan. Por eso que yo me extiendo un poco y, buscando las palabras adecuadas, me voy como despeñando sin freno. Luego, ocurre que las palabras no alcanzan para nada.

 

Colecta realizada por amigos de Esteban, los dueños del otro quiosco del barrio. | Foto: Alé Julián Sosa.

 

Un memorial que nunca esperé escribir

¡Qué frío día el de hoy; frío y silencioso! ¡Qué claro me resulta que nunca volveré a mirar de la misma manera a mi antiguo barrio! «¡Podría haber sido cualquiera!». Esa expresión también retumbaba como una letanía entre las paredes de las casas enmudecidas. «¡Yo conozco a mucha gente que no iba a comprar porque sabían que tenía un arma!». Las expresiones se arrumbaban en el feo ambiente como monedas sin suerte y sin futuro. ¡¿Quién se atrevería a responder las dolorosas exclamaciones?!

Al punto, pensaba yo algo que puede ser tomado como una blasfemia. Me preguntaba si acaso Dios llega a ver algo en los días nublados; si acaso las nubes le impiden tanto la vista como para que permita que estas impiedades ocurran. Y también sucede que jamás consideraré malo el preguntarse si acaso Dios nos mira y nos sabe, más todavía cuando parece agravar su silencio y volver su mirada para siempre. ¡¿Cómo lidiar entre nosotros estando solos?!

 

Esteban junto a su hija.

 

Esteban Iturralde Palombarini deja una hija de once años, deja una familia, deja sus amigos; se va en soledad dejando la suya propia. A nuestro hombre le gustaba beber… ¿Beber para qué? Alguna tristeza, quizá. ¡¿Quién no bebe para olvidar un poco?! Entonces, recordaba yo esa conversación con mi hermano que me traía un pasaje de Tennesse Williams que no he logrado rescatar literalmente. Sin embargo, en su busca encontré uno diferente.

Cerca del final de la obra, un personaje dice a otro:

—El deseo de vivir que has perdido solo yo puedo devolvértelo. Déjame tomar tu mano, y acariciarla así, suavemente, porque quiero depositar en ella esa cosa maravillosa que dejabas escapar de entre tus dedos: ¡tu propia vida! Después, te prometo ir yo misma a buscar todo el whisky que quieras. Y me emborracharé contigo para olvidar que la muerte ha entrado en esta casa. A la muerte hay que contestarla con la vida. ¿Qué dices a eso?
(La mira, se levanta.) Voy a terminar por creerlo yo también.

 

PD: Digo yo ahora que si la vida hoy vale tan poco, que si acaso la vida vale «unas pocas palabras», estas que aquí deposito pueden añadir su peso al costado bueno de la balanza; que pueden pesar para que el vivir valga la pena. ¡Y vivir defendiendo la vida! Que nadie muera por pocas palabras y que, si acaso hemos de morir por ello, lo hagamos vociferando a voz en grito, ¡haciendo valer nuestro pescuezo hasta la última palabra; hasta la última letra!
…y hablar por los que ya no pueden, por todos aquellos a los que les arrebataron su voz única… su única voz.

 

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