Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Creo siempre haber tenido un gesto irritante para mi interlocutor. Puedo remontarme años enteros atrás en busca de la primera ocasión en que sentí incomodar y en que luego me lo aseguraron con toda la fuerza de una censura. Hace poco, y con mis allegados, vino a ocurrirme que me reconvinieran por «citar a Unamuno». El contexto fue inapropiadísimo —el contexto para la censura, digo—, por lo que tardé algunos segundos en recomponer mi discurso y proseguir, lo que es claro que no sucedió con diligencia.
¿Han notado que suelo citar textos de la más variada índole (y no tan variada) cada algunas líneas? Pues bien, puedo yo admitir con entereza que llevo haciéndolo desde que recuerdo. Primero, fue por trémula desconfianza, por escrúpulo de aprendiz; luego, para abonar mis pareceres esmirriados, no por carecer ellos de sustento propio, sino porque yo erraba como sin sustento; pero más tarde, aproximándonos a este hoy que les entrego, lo hago por simple discurrir, que es como decir que lo hago por convivencia. Vivo con todos aquellos buenos que me han hecho llegar hasta mí, sean estos de los libros o de la falda pedestre de la calle. El motivo por el cual quizá cito más veces a los primeros es porque los segundos me han hablado con la voz del sentimiento que es una de muy difícil traducción al humano lenguaje… una que pertenece al mundo celeste, podríamos decir con un tono lírico que haría desconfiar a más de uno. Ustedes sean, por favor, quienes me dispensen el tono.
Vivimos como ahogados en falacias graves, y digo «falacias» a falta de palabras más coloquiales pero igual de precisas. A fuerza de alcanzar la frenética nave de los acontecimientos, a fuerza de llegar al hoy sin perdernos de nada vamos echando al vagón en que andamos todo un tumulto de consideraciones y doctrinas que poco o nada pasamos por el cribado de nuestra razón, incluso siendo profesionales de materias tales. Ocurre que sentimos que el suntuoso carro de la vida se nos escapa como rayo, pero no es más que el mismo acostumbrado carromato que sabe ser.
Veamos si les aclaro lo que acabo de decir. Suele corearse por allí algo que ha grabado como a fuego el laureado señor que fue Sartre, aquella frase biensonante —que para este servidor no es más que eso—: «Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros». Y es así, pero no es así. ¡Ya ven! La frase es como si dijéramos lo que antes les he dicho, que la vida es como un lujo vertiginoso y huidizo, pero en realidad no es más que rupestre y nuestra. Aunque en mi aserto existe un fondo de verdad mayor, por mucho que reconozca la grandeza del francés. ¿Por qué? Porque la vida tanto como la persona que vive son siempre estables y siempre novedosas. Pero aquella psicologización que nos pretende siempre ancorados en el pasado es una fija de la que debemos desfijarnos ya de una vez. El hombre no es más que una constante dirección de la que debe hacerse responsable; añadan a su condición el lastre más inescapable de su pasado y no alcanzará jamás a definirlo. Lleva razón la quizá algo oscura frase que nos enseñaron nuestros abuelos, siempre dignos de alabanzas: «Lo pasado, pisado». Sentenciosa y trágica verdad, y trágica por inatacable.
Ahora sí estamos en condiciones de resolver los tumultuosos dos párrafos anteriores, espero que la borrasca les haya resultado transitable. Les digo yo que algunos de los que más me conocen —si cabe— me achacan el ser muy yo mismo, alegando en mi contra que ciertos vicios son mora de mi presente por no haber correspondido con vaya a saber qué inexplicable herencia; porque quizá me encuentre moteado por mi padre, mi madre, mis tíos y acaso mi vedado árbol genealógico. Pero ignoran que, contra todo escepticismo, yo soy yo; que toda modulación de mi diálogo soy yo mismo acomodándome en mis proporciones, soy yo entonándome, porque soy parte del diálogo que se derrama, acaso como creían mis ascendientes griegos. Porque no veo manera de ser otra cosa y porque no veo razón para evadirme. Soy todo de la palabra cuando en la palabra me encuentro, como soy todo de Johana cuando en sus brazos me dejo.
Porque soy todo en todas partes como supieron enseñarme los poetas, y porque ser poeta es, al fin, todo lo que intento.
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