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San Martín, comandante de los vencidos

La libertad se ahoga

25/04/2023 00:27
El San Martín de la plaza homónima con un ave sobre su índice. | Fotografía: Alé Julián Sosa
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Lo veo augusto, soberbio, señalando al poniente con aire de suficiencia. Se endereza sobre su corcel que se apoya solo en sus patas traseras; en el núcleo de la plaza San Martín se enclava en anquilosada condición la estatua del general homónimo que ofició de libertador de Argentina, Chile y Perú… «¡Y también del Ecuador y Bolivia!» (añadiría papá con enérgica voz). Repetidas veces me habré quedado observando la sugestiva escultura que despierta en mí un no sé qué; más de una vez me habré entretenido con el histérico salto de un ave que posa sobre el bicornio del general y luego sobre su brazo hasta llegarse al dedo, ¡vaya que es sugestiva la escultura! Más de una vez he fotografiado el suceso que se repite con cierta frecuencia. ¿Qué ramillete será ese índice liberador que las aves toman por peana cual si fuera un escalón olímpico?

San Martín señala al ocaso como si quisiera remontarse a la morada del sol, perseguir el astro mayor, ganarlo y fijarlo a la bóveda del cielo para que alumbre siempre a su pueblo elegido… pero no ignoro que mi ensoñación es quizá una coincidencia del azar, en verdad señala su ruta: las altas cumbres; su gesta fue signada por la gran ordalía del Cruce de los Andes. El don José atezado señala las rutas que atravesara cuando alboreaba la vida de la América nueva.

 

 

En esta plaza, una de las más importantes de Mendoza —que quizá no sea mucho decir dada la modesta extensión de la ciudad—, el cuadro aludido me inspira, cada vez que paso por allí, una atracción inescapable e inexplicable a partes iguales; pero no lo es tanto por esa escultura que más bien carece de sangre y realismo —pues verán que mi valoración estética ha sido más bien exógena a la efigie—, el encanto es propiciado por el particular ambiente en que se yergue el monumento. La plaza se ha convertido en el hogar de innumerables desahuciados, gente sin seno y sin rumbo, dejados de la mano social, parias desnortados que no tienen tiempo e igualmente esperan. Hay en algún banco uno (a veces me es dado llamarlos en singular porque parecieran encarnar un libreto… uno que debe ser representado, que ha sido representado invariablemente desde los anales de la historia) que se retuerce de dolor; que carajea, escupe y vomita quejidos y bilis; que se aduerme sobre sus rodillas en una contorsión imposible; que balbucea rabias; que clava su mirada turbia en un sitio perdido. ¡Muerto de mala borrachera, muerto de una soledad que raja la garganta, tragando libaciones de mugre, volcando su cabeza hacia el suelo como esperando el responso, todavía vivo! Hace algunos días pasé frente a él y vi a sus pies un ejemplar de este diario en que escribo y me dio por pensar qué tan cerca y qué tan lejos puede estarse en este mundo de soledades, ¡y qué infructuosa es la literatura para llegar hasta la realidad! ¡Qué nada hubiera cambiado la cosa si acaso pasaba revista por mis palabrejas de tinta!

 

 

También, me da por recordar ese escritito del buen Galeano, Los Nadies, que me ha parecido intrigante en todo tiempo y que, por respeto a mi subjetividad de lector, no he querido atribuir un significado moral; ese escrito del que me quedó aquello de «no son seres humanos, sino recursos humanos», que debería ahora hacernos comprender mejor eso que dije más arriba acerca de los libretos que deben actuarse. Yo paso muy cerca de ellos, los observo, los escucho, pero, siendo justos, no hollamos el mismo suelo. ¡Yo, soy yo quien no alcanza sus orillas! ¡Estoy demasiado niquelado por el asqueante superyó! ¡Qué repugnancia!

Pero es esto lo que despierta en mí la ineludible atracción que mencionara más arriba, ¡y no hablo de la fría estética de las arquitecturas escultóricas; hablo de la vida! Allí se encuentra el capitán de las batallas de los lienzos históricos, allí se enseñorea el hombre caballero, el símbolo de la libertad americana, pero a sus pies se han congregado los corridos, los nulos, los vencidos... San Martín lleva ahora una hueste de abandonos; inconmovible, erguido siempre hacia las cumbres, lleva un lastre de penurias a sus pies. San Martín, el gran general, es ahora líder de almas arrasadas.

¿Buscarán sus soldados la voz cabal del líder impetuoso y vencedor? ¿Oirá el general las quejas broncas de sus seguidores apostados? ¿Podrá la libertad hallar sitio en el desesperado páramo de esa plaza, ¡fatídica plaza!, incoherente? Ojalá… siempre y cuando no haya encontrado antes el gusto por la bebida y se haya echado a morir a la luz del día, a la vera de todos, golpeando su frente contra un palo que golpea, mientras se pasan las horas que irán a acabar con todo sufrimiento sin más, sin cuándo y sin porqué.
 

 

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