Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
«Si el primer paso de un planteamiento está equivocado, todo lo que sigue estará equivocado». He incoado este escrito mío con las justísimas palabras de C. S. Lewis, y con sus palabras exactas, porque las llevo anotadas, pero acaso también podría haber citado las del anterior conterráneo suyo que fue G. K. Chesterton, que en alguna parte de su Ortodoxia afirma lo mismo, y acaso haya sido una clara inspiración para el primero.
Debemos admitir que, si para la construcción de un fastuoso edificio utilizamos como cimiento un enorme bloque de hielo, por muy grande y consistente que sea, al acabar de liquidarse propiciará sin remedio la escandalosa destrucción del conjunto. Y eso es lo que viene ocurriendo desde hace tiempo con más de un edificio ideológico en el que aspiramos vivir sin sobresaltos; eso, sin contar por supuesto que los bloques de hielo que los sostienen no son ni remotamente tan grandes y consistentes como podrían hacernos creer.
Pero el caso es que nos lo han hecho creer, ¡aún nos lo hacen creer! Nos han colado historias a un precio irrisorio. El caso es que hemos trocado nuestras esperanzas al valor de un mísero penique. Aunque resulta entendible, cuando la esperanza tarda demasiado tiempo en asentarse se entrega por baraturas. ¡Dejamos por tan poco nuestra autonomía!
Veamos de qué hablo, mis siempre pacientes lectores. Me refiero yo a nociones que, siendo enarboladas por más de un siglo, han prendido con abundancia en nuestro suelo. Se trata de ideas seudoizquierdistas que, como he dicho desde un inicio con palabras prestadas, están equivocadas. Han sido maliciosamente instiladas en el organismo social y han ganado sitio, esparciendo su ponzoña metastásica por doquier. Vale sentar que dejaré a un costado la posible disquisición sobre el remanido antagonismo «izquierda-derecha» porque me parece inerte. Llevo prisa y me quedan pocas líneas.
Deberé acoplar los términos porque el análisis que pienso prodigarles se encuentra tan firmemente entretejido que lo poco que diga podrá responder tanto general como particularmente sin necesidad de vivisecciones. Los términos son: merecimiento, derecho, plusvalor, capitalista, progreso.
El mayor y ubicuo error de toda filosofía de izquierda es el colocar al hombre como depositario de un bien ecuménico por la sola condición de existir (también dejaré de lado ahora la exacta visión de que el comunismo, el paroxismo de la izquierda, es una suerte de cristianismo subvertido); el inexplicable antojo de hacer del hombre objeto de todo tipo de contemplaciones por la subyugante herencia de la Historia, esa irritante tendencia a vindicar el pasado. Así, intenta poner en orden hoy lo que no supo hacer ayer, y claro, los deudores son siempre los de mañana.
Veamos más allá. La monserga que avienta se endereza a todo aquel que pretende progresar, a cualquiera que desee edificar; el bronco canto militar al que nos tienen acostumbrados (porque bien sabemos que la izquierda es también una milicia subvertida) reza: «¡¿Esforzarse, para qué?! ¡No te tiranices, tírate!». Gusta del agachamiento porque un régimen que aspire a medianías solo puede ser aplastante y, a fuerza de regularnos a todos a una altura, acaba por querer cortar cabezas.
Todo aquel que posa su vista en el firmamento no es más que un pretencioso advenedizo, un arribista que ensalza el merecimiento. Así nos hablan los zocatos; pero olvidan, en rigor, que no hay régimen más despótico y fiel a la meritocracia que aquel que pretende derechos a fuerza de laxar las obligaciones. El verdadero progresista ha de desear que junto con él progrese el mundo y por eso anhela lo elevado; desea a todos inquietos y laboriosos; persigue la enjundia desmedida del colectivo mundial, no quiere medias tintas y no se conforma con doctrinas opiáceas (¿adivinan ustedes dónde nace el verdadero opio del pueblo?). El que vive inquieto por el mañana desea que todos se inquieten y se afanen, ¡no quiere que nadie duerma!
Decir que quien produce, hablar de quien desbroza el labradío para trabajar junto a sus hermanos como si se tratara de un señor feudal que azota siervos es violentar la historia de la naturaleza humana que ha sabido ser grande y llegar hasta nuestros días a pulso de esfuerzo. El señor que a su cargo tiene laboradores ha de ser enaltecido y justipreciado, y legítimo es que su beneficio aumente; su afán ha de alzar a sus semejantes. Pedir su cabeza es abajarnos.
Pero olvida la izquierda, con toda la ristra de pretensiones arbitrarias para con el mundo, que el mundo, que nosotros los hombres somos penosamente disolutos y que primero somos siempre necesitados. Llegamos desprovistos y permanecemos en todo momento cerca de los vicios. ¡¿Y qué cosa habríamos de reclamar si hemos sido ubicados en una vida ya instalada?! ¡Tanto valdría acomodarnos a la extensa fila que se ha formado antes de nosotros a las puertas de la Historia! Olvidan, mis izquierdos compañeros, que al bien del mundo precede el mal, que es su reflejo necesario, y que, si acaso partiera de esta idea, descubriría lo mal que ha construido su filosofía y, de paso, que la otra posible ha dado ya en la diana hace milenios.
El que tiene oídos para oír, oiga.
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